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Eficacia y legitimidad en el asalto a la Asamblea Nacional, por Rafael Uzcátegui



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Rafael Uzcátegui | @fanzinero | enero 7, 2020

@fanzinero


Los recientes hechos ocurridos alrededor de la Asamblea Nacional pueden leerse como parte de los ataques del gobierno de Nicolás Maduro contra los actores sociales independientes del país, bajo la estrategia que César Rodríguez y Krizna Gómez describieron en su texto “Encarar el desafio populista”: el socavamiento de dos de sus pilares de actuación fundamentales: Su eficacia y legitimidad.

Estos dos investigadores han documentado los ataques contra los defensores de derechos humanos en diferentes partes del mundo bajo gobiernos y movimientos populistas, encontrando patrones similares para países como Estados Unidos, Hungría, Rusia, Filipinas, India y Venezuela, que no pudieran agruparse bajo la –cada vez más caduca– perspectiva izquierda versus derecha: “los gobiernos populistas han estado aprendiendo entre sí –afirman– hasta el punto que se han realizado ataques iguales en países de distintas regiones”.

Efectivamente, un actor político o social basa sus actuaciones en el logro de objetivos, la eficacia, y la valoración del resto de los actores y sus bases de apoyo, la legitimidad. En el caso de la Asamblea Nacional conformada mayoritariamente por la oposición, en la erosión de estos dos aspectos se pudieran resumir los ataques que comenzaron el propio mes de diciembre de 2015, hasta el cénit del pasado 5 de enero de 2020. Y esto ha sido así por el poderosos mensaje que se transmitió aquel diciembre: por primera vez de manera indiscutible, los antagonistas al bolivarianismo se transformaron, con dos millones de votos de margen, en mayoría electoral y social del país.

El 11 de diciembre Venezuela experimentó la sensación que era cuestión de tiempo, mediante los mecanismos de participación político-electoral que seguían, de promover un cambio en el país. Esto alentó a Nicolás Maduro al abandono de la simulación democrática y transformar a su gobierno en una dictadura del siglo XXI. Revertir lo que había pasado, a toda costa, no sólo tenía el componente simbólico y político del ejercicio del poder de manera omnímoda. Como está previsto en la Constitución, aprobada por el propio Hugo Chávez en 1999, cualquier contrato con un tercero debe contar con la aprobación de la mayoría parlamentaria. La profundización de la emergencia humanitaria compleja y las sanciones individuales y financieras contra Venezuela resintieron la imposibilidad de conseguir nuevos financiamientos debido a este veto.

Lea también: La pornochanchada, por Fernando Rodríguez

El primer gran ataque contra la eficacia de la Asamblea Nacional fue la calificación de “en desacato” por parte del controlado Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), a pesar de las gestiones formales de los diputados, relativas a los parlamentarios de Amazonas, para dejar de ser calificados de esa manera. Luego vino el ahogo presupuestario, los constantes asedios de fuerzas del chavismo –tanto los grupos de civiles armados como de fuerzas policiales y militares– a los días de sesiones, la neutralización de los parlamentarios más carismáticos mediante la persecución y el exilio, el bloqueo informativo por parte de la hegemonía comunicacional estatal, las reiteradas decisiones adversas sobre su actuación, el hecho legislativo propiamente dicho, por parte del TSJ y, finalmente, la creación irregular de un órgano paralelo, la Asamblea Nacional Constituyente, sacrificando con ella el último valor simbólico positivo que le quedaba al chavismo: La Carta Magna de 1999. Paralelamente se desplegaron los frentes de ataque a su legitimidad, tanto como poder institucional independiente como a sus integrantes.

La primera fue el retiro en masa de los parlamentarios oficialistas, dando contenido a la versión que sólo representaba a un sector del país y cuyas líneas de actuación eran decididas en otro lado del mundo. Seguidamente por una paciente generación de condiciones para que diputados, con o sin resistencia, se incorporaran a la fabulosa maquinaria de corrupción y enriquecimiento súbito creado por el chavismo realmente existente, para luego ser debidamente ventilado en la opinión pública. También debemos incluir los esfuerzos oficiales en agrandar las contradicciones internas de la oposición, que han incluido la utilización de bots para sobrerepresentar matrices de opinión en redes sociales.

Este escenario contó con un ingrediente adicional luego de la fraudulenta elección presidencial de mayo de 2018 y la transformación de Nicolás Maduro, el 10 de enero de 2019, en un presidente de facto. Juan Guaidó logró recomponer la crisis de representatividad –aunque fuera circunstancialmente- de los sectores opositores, tanto a nivel internacional como local. El apoyo de una cincuentena de países y las multitudinarias movilizaciones simultáneas en más de 25 lugares de Venezuela durante enero y febrero de 2019, focalizaron los esfuerzos en dinamitar la eficacia y la legitimidad del propio Guaidó. Otra discusión es que tanto sumaron sus propios errores e improvisaciones para materializar el anunciado “cese de la usurpación”, lo cierto es que su figura no sólo unificó durante los primeros meses del año pasado a la mayoría de las bases democráticas del país sino que también personalizaron los ataques del autoritarismo.

Al intentar cuestionar su figura como presidente de la Asamblea Nacional –que genera más apoyos internacionales e institucionales que la de “presidente encargado”, aunque una sea consecuencia de la otra–, Maduro intenta implosionar su legitimidad. Al imponer una junta directiva sin él, que simule ser de oposición y sea cercana a los deseos de Miraflores, su eficacia. Por otra parte, siguiendo el razonamiento en términos de eficacia y legitimidad, los autoritarios pueden pagar un alto costo político a cortísimo plazo matizado luego por la liberación de presos políticos y, especialmente, por decisiones que anuncien la realización de elecciones parlamentarias, en un momento en que ha aumentado la desconfianza ciudadana en la posibilidad de una solución institucional a la crisis venezolana.

La existencia de tres Asambleas Nacionales, contando la Constituyente, ha variado el escenario sociopolítico en momentos de gran incertidumbre, donde la única certeza es el agravamiento de la crisis económica y la salida forzada de los venezolanos que no puedan participar en el naciente espectro dolarizado del país.

A todos los gremios nos tocará pensar como ser más eficaces y legítimos en estas circunstancias, especialmente al liderazgo político, donde las decisiones y estrategias sean consecuencia del mayor de los consensos y consultas posible. Cómo enfrentar a una dictadura ha sido un aprendizaje de todos, y aunque todavía estemos encontrando el camino para ser más eficaces, la ausencia de victorias parciales o totales no harán mella de nuestra legitimidad, todo lo contrario.

Un comentario final con una alegoría histórica. ¿Tenía sentido, en julio del año 2000 en el Perú bajo dictadura, dedicar los mismos esfuerzos para cuestionar la figura de Alejandro Toledo y la de Alberto Fujimori? ¿Era eficaz -para quien deseaba regresar a la democracia– el atacar la convocatoria de la movilización de los “Cuatro Suyos” ese mes, liderizada por quien luego sería presidente del Perú, debido a que no se tenía la identidad política “toledista”? En ese contexto, de autoritarismo extremo, graves violaciones a los derechos humanos y ausencia de instituciones al servicio de la ciudadanía, ¿era pertinente en ese preciso momento –aunque una bola de cristal nos revelara el destino del economista y político peruano– la consigna “Ni Fujimori ni Toledo”?

Coordinador General de Provea

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