Ejército de ocupación y expoliación, por Humberto García Larralde
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La palabra «expoliación» viene de la acción de expoliar. Según la RAE, expoliar es, «despojar algo o a alguien con violencia o con iniquidad». Es lo que han hecho, históricamente, los ejércitos de ocupación. Una vez derrotadas las fuerzas que se le resistían, solían tomar los activos y/o riquezas del territorio conquistado como premio o botín que compensaría, a nivel individual y corporativo, el haber arriesgado sus vidas. Si bien las «reglas de juego» que se fueron acordando en torno a la guerra intentaron ponerle coto al ejercicio desenfrenado de tales prácticas, han seguido ocurriendo.
Para muestra, las atrocidades cometidas por el ejército invasor ruso en Ucrania y las que traen los cables noticiosos de numerosos conflictos locales en África y en otros sitios. Las acciones de expoliación, acompañadas muchas veces por crímenes aún mayores –violaciones, masacres civiles, destrucción de hospitales, escuelas y viviendas—manifiestan un absoluto desprecio por los habitantes del territorio ocupado. Bajo una dominación impuesta por la violencia, son pocos los derechos que pueden ser exigidos y menos los que serán respetados.
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La introducción anterior viene al caso porque hemos venido insistiendo a través de los años, que la tan envanecida –en boca de sus principales beneficiarios–»revolución bolivariana» ha devenido, en realidad, en un régimen de expoliación. Las razones que lo explican son bastante evidentes:
1) el desmantelamiento del tejido institucional de derechos individuales y civiles, de la independencia, equilibrio y control mutuo entre poderes, y de la obligación de rendir cuentas de la gestión pública; y 2) el acoso y la relativización de garantías a las actividades económicas del sector privado, «legitimados» por una prédica construida con base en los clichés de la mitología comunista.
La racionalidad de un mercado en competencia como determinante impersonal de la asignación de recursos y como criterio de decisión de medidas que generan un mayor producto social, fue sustituida por la lealtad hacia el líder indiscutido y su funcionalidad para con la consolidación del poder político «revolucionario».
La consigna de que la «verdad es siempre revolucionaria», recordada por algunos, se transformaba ahora en, «lo revolucionario» –es decir, lo que dictamina el líder—»es siempre verdad».
Dio lugar a una creciente discrecionalidad en la gestión de los asuntos de Estado, que se plasmó en una estructura de incentivos que premiaba los apoyos al «proceso» y castigaba a quienes se oponían. El notorio incremento en el patrimonio de muchos dirigentes y su dispendioso tren de vida –camionetas, guardaespaldas, lujosos eventos sociales, compras de marca—eran una retribución merecida a sus esfuerzos por abrirle un futuro promisorio a los venezolanos. Los papeles se habían invertido; de eso trata una revolución, ¿no? Ahora los ricos y poderosos son ellos.
En sus comienzos, la expoliación tendía a concentrarse en torno al usufructo de la significativa renta petrolera captada por el Estado en los mercados internacionales de exportación a lo largo de la primera década de siglo, al mantenerse elevados los precios del crudo. Empresas de maletín, acceso a dólares baratos, contrataciones ficticias y apropiaciones diversas fueron dibujando una nueva oligarquía, amparada en los vientos políticos favorables que deparaba la «generosidad» con que Hugo Chávez repartía esas rentas. A ello habría que añadir los numerosos regalos a los «amigos» internacionales de la «revolución», anillo de seguridad externo de creciente importancia.
La prédica socialista pronto convirtió también en cotos de caza a empresas y activos codiciados del sector privado. El uso desembozado de la fuerza se hacía ahora de forma abierta. Y, en la medida en que se profundizaba la crisis económica bajo la deplorable gestión de Nicolás Maduro, los detentores de los medios de violencia del Estado –junto a bandas armadas asociadas—adquirieron cada vez más protagonismo en la «reasignación revolucionaria» de recursos: confiscación de mercancías en alcabalas y puertos, extorsiones, primas de protección, cuando no asaltos directos.
Con tales prácticas, fueron asumiendo el rol de un ejército de ocupación, posicionado para expoliar las riquezas de la nación. Chávez les dio beligerancia, insuflando el ego de aquellos militares que lo seguían con la fábula de que eran herederos del Ejército Libertador. Y sus discursos patrioteros encontraron terreno abonado en las narrativas históricas de los siglos XIX y XX que proyectaban la construcción de patria, no como un proceso civil, sino de batallas.
Nuestra precariedad institucional, hasta bien entrada la era petrolera, hacía de los militares ciudadanos de primera, tutores obligados para la preservación del orden de una sociedad débilmente estructurada. Chávez completó su encantamiento denunciando a poderosos enemigos, externos (el imperio) e internos (las cúpulas podridas de AD y Copei), que amenazaban los intereses nacionales y ponían en peligro los «logros» de su «revolución». La FAN –ahora chavista, luego de sucesivas purgas y con la «B» de bolivariana añadida—se transformaba en tropa de choque contra tales amenazas. Su revolución era armada, no en términos retóricos, sino con la realidad de fusiles, tanques, aviones y demás armamentos.
Maduro, sin la ascendencia política de Chávez ni los dispendiosos ingresos petroleros con que contó aquel para promover su socialismo de reparto, se vio obligado a depender mucho más de los militares para sostenerse en el poder. Los corrompió deliberadamente, entregándoles la gestión o la custodia de áreas extensas de la economía, en un contexto carente de la transparencia, rendición de cuentas y del equilibrio de poderes, medios de comunicación libres, libertad de protesta y demás instituciones que resguardasen el uso correcto de los dineros de la nación.
En la medida en que se acentuaba la ruina del país y los sueldos de los empleados públicos se hundían en la miseria, más importaban la fuerza, los contactos, privilegios y demás eslabones de la red de complicidades entre los jerarcas como medio para usufructuar las mieles del poder. Y ello no podía sino aumentar la pretensión, aupada en el discurso «revolucionario», de que ellos son los auténticos dueños del país.
Una de las expresiones más deplorables de este estado de cosas la evidenciamos recientemente en el discurso del comandante de la Guardia Nacional, general Elio Estrada Paredes, en ocasión del aniversario de este componente de la FAN. Creyéndose dueño del circo, acusó a los opositores de levantar «falsos candidatos presidenciales» (por inhabilitados) y de desconocer a quienes designarán en el CNE, «imponiendo la normalización de la violencia para desestabilizar el país», con fondos «de posible origen ilícito» y «vinculaciones con la delincuencia organizada».
El colmo, viniendo de uno de los soportes fundamentales del régimen expoliador chavista, fue su señalamiento del «robo» de activos externos que, hasta ahora y gracias a quienes realmente defienden los intereses de la nación, han podido mantenerse a resguardo de sus prácticas depredadoras.
Y este discurso ¡fue felicitado por el Gral. Padrino López! Más allá, se hace eco de estas barbaridades el gobernador del estado Trujillo, capitán Gerardo Márquez, amenazando públicamente con sacar «a coñazos» a la candidata opositora María Corina Machado. Según el periódico, La Razón, es dueño de empresas de servicios y constructoras que contratan con la gobernación de ese estado.
Estos trogloditas se han erigido en ejército de ocupación, en guerra contra los derechos y libertades constitucionales del pueblo democrático. Y justifican su apropiación excluyente del país (lo que queda de él), negándoles a quienes no son chavo-maduristas su condición venezolana. Habiendo traicionado, así, a la patria, al reprimir y condenar a la mayoría de sus compatriotas al peor descalabro conocido de sus condiciones de vida en la era petrolera se auto invisten, conforme a su imaginario fascista, ¡en sus defensores! Quienes protestan, son terroristas y conspiradores. Por tanto, con la complicidad de tribunales inmorales, se les condena a largas penas, como fue el caso de los seis sindicalistas hace dos semanas. Igual siguen presos Roland Carreño, Javier Tarazona, Roberto Franco y muchos otros injustamente retenidos.
No habrá salida mientras la oposición democrática no construya una fuerza capaz de neutralizar las pretensiones de este ejército de ocupación y acabar con su expoliación de los venezolanos.
Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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