¿Ejército libertador?, por Ángel R. Lombardi Boscán
Venezuela no tuvo ejército regular hasta que Cipriano Castro (1858-1924) y Juan Vicente Gómez (1857-1935) fundaron la Academia Militar (1903). Antes lo que teníamos eran ejércitos privados que obedecían al caudillo regional de turno o al más fuerte que se lograba instalar en la capital Caracas. Y eran muchos y por eso la guerra civil, la asonada y el golpe de estado era lo normal. Cada levantamiento por lo general se hacía en nombre de la revolución que no era otra cosa que el asalto al poder a través de las armas.
¿Cuántas revoluciones reaccionarias se han tenido? Revolución del 19 de abril de 1810; Revolución de las Reformas (1835); Revolución azul (1867); Revolución de Marzo (1858); Revolución de Abril (1870); Revolución Reivindicadora (1878); Revolución Legalista (1892); Revolución Liberal Restauradora (1899); Revolución Libertadora (1901); Revolución de Octubre; Revolución Bolivariana (1999) y un largo etcétera.
El llamado ejército de Bolívar en la Independencia fue irregular, apenas con algún esbozo de orden. Bolívar mismo «ascendió» a general sobre el terreno proviniendo de la vida civil. En mayo de 1813 en la ciudad de Mérida, en el ínterin de la exitosa Campaña Admirable, se le concedió el título honorífico de “Libertador” por el cuál será conocido en la posteridad. Con el decreto del 24 de septiembre de 1817 Bolívar intentó institucionalizar al ejército y establecer una cadena de mando. Los caudillos territoriales, provinciales y regionales llegaron a ser generales y comandantes y sus hordas, guerrilleros y bandidos en soldados.
Paga regular como tal nunca existió porqué el erario de Colombia, nacida en Angostura en 1819, prácticamente nunca lo tuvo. La indisciplina fue un quebradero de cabeza constante para la oficialidad y las deserciones lo normal. El precepto napoleónico de que la “guerra se tiene que alimentar de la guerra” fue el denominador común profundizando la anarquía y el horror.
Los llaneros de José Antonio Páez, los llamados “Cosacos del Trópico” por ejemplo y que causaron una honda impresión a Pablo Morillo, fueron una «división» prácticamente autónoma y que estuvo operando a lo libre en los llanos occidentales alrededor de Barinas y Apure. ¿Disciplinados? En lo absoluto. Sólo un Jefe indiscutido les podía mantener en orden y concierto. Y no faltó el incidente de insubordinación de Páez contra Bolívar, en varias oportunidades, incluso cuando se negó acompañarle a tramontar la cordillera andina en el audaz asalto del año 1819 sobre la Nueva Granada.
Finalizada la Guerra de Independencia, el triunfo no fue del Pueblo, ni de los mantuanos que la iniciaron en 1810, sino de los caudillos revestidos de condecoraciones, ejércitos privados y grandes latifundios. La guerra civil se mantuvo durante todo el siglo XIX.
Y a pesar del discurso patriótico, que se quedó anclado en la Independencia fosilizando nuestro devenir histórico, fue en éste siglo perdido cuando el despojo territorial se hizo oprobio contradiciendo la arenga nacionalista. Más de medio millón de kilómetros cuadrados se perdieron por la negligencia de los caudillos en manos de nuestros astutos vecinos colombianos en el occidente e ingleses en el oriente.
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Cuatro grandes caudillos se enseñorearon sobre Venezuela haciendo de las armas su hegemonía de control político, social, económico y cultural sobre la población y sus rivales. José Antonio Páez, José Tadeo Monagas, Guzmán Blanco y Joaquín Crespo. No había «Ejército Nacional» solo las llamadas montoneras. Un siglo XIX con su economía de puerto rudimentaria y el café como su producto de exportación estelar. Venezuela tuvo su particular Shogunato, es decir, un gobierno militar de facto con muchas constituciones que sólo servía para barnizar una legalidad melancólica. El caudillo sólo aspiraba al mando perpetuo desde el control del Gobierno que era lo mismo que el Estado a través del monopolio de la fuerza militar.
Los civiles no contaban salvo como colaboradores residuales sin apenas decoro. Eran luces al servicio de las sombras. Al arrimarse al poder de manera servil gozaron de algunos privilegios y prebendas. Los que mandaban se hacían respetar por la fuerza y arbitrariedad y casi nunca por las razones y argumentos.
Juan Vicente Gómez junto a Cipriano Castro, ambos andinos, entendieron por primera vez que había que profesionalizar al ejército, aunque no para resguardo del país y sus fronteras sino como guardia pretoriana propia para aniquilar a los caudillos rivales de una vez por todas. La Batalla de Ciudad Bolívar (1903) es la fecha fundacional de una Venezuela sin la anarquía de los caudillos decimonónicos y el arribo del único caudillo o «Jefe Supremo» bajo el apoyo de las bayonetas y en alianza con los imperios extranjeros.
El propósito de Gómez fue uno sólo: morir en el poder. El mismo sueño de todos los autócratas y personalistas que imponen la más cruel dictadura. Veintisiete años se mantuvo en el poder manejando a Venezuela como si fuera su propia hacienda y entregando las riquezas del subsuelo a los trusts del petróleo a cambio de pingues ganancias.
Gómez legó ésta doctrina: quién controla el ejército leal a su propio designio y no a la Constitución puede soñar con la dominación eterna sobre los venezolanos. Hoy, esa doctrina, está más vigente que nunca.
Así que la existencia de un “Ejército Libertador” es otro invento más de una historia hecha a la medida de los sectores militares que por más de ciento cincuenta años nos han dicho de mil maneras que “Hay que volver a Carabobo” y que el proyecto civilista, democrático y de la modernidad se debe postergar. Suponer una Venezuela como la sensata Costa Rica es todo un empeño utópico.
Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ