El 11 de abril no terminó el 13, por Lauren Caballero
Twitter: @laurencaballero
No cabe duda de que el sistema político de un país, su forma de gobierno, sus expresiones partidistas y sus manifestaciones sociales van de la mano con el espíritu del liderazgo. Si los líderes son tolerantes con quienes disienten de sus propias opiniones, son responsables, respetan las leyes y saben negociar para sortear obstáculos en medio de la diversidad de intereses, muy probablemente esa sociedad se constituirá en Estado republicano y democrático.
Si, por el contrario, sus líderes son intolerantes, actúan según el capricho de sus intereses, están dispuestos a romper las reglas a conveniencia y no pueden evitar caer en la tentación de utilizar cualquier medio para imponer su propia voluntad, entonces, muy probablemente esa sociedad tenderá a descomponerse en Estado populista y autocrático.
La Venezuela de hoy encaja perfectamente en la segunda categoría. Prácticamente, donde quiera que se mire, uno encuentra en el liderazgo rasgos populistas con inclinaciones claramente autoritarias.
Las prácticas de los principales líderes partidistas distan mucho de ser democráticas, con figuras que se mantienen de forma indefinida en los cargos de dirección sin haber pasado por algún proceso de legitimación interna. El partido político venezolano del siglo XXI parece haber heredado el personalismo caudillesco contra el que lucharon los fundadores de la democracia venezolana. La lucha parece haber sido en vano, pues al término del siglo pasado, los partidos venezolanos habían perdido su capacidad representativa con lo cual se abrieron las puertas para que un outsider llegase a destruir gradualmente, pero no son ayuda de sus oponentes, la ya debilitada democracia venezolana.
Luego de la llegada de Hugo Chávez al poder mediante elecciones —anteriormente lo había intentado mediante un golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez en el año 1992— el proceso de deterioro del liderazgo continuó.
Los principales líderes políticos acusaban sin contemplación al recién electo presidente llamándolo dictador, volador de derechos humanos, autócrata, etc. Para muchos quedaba claro que Chávez había sido electo con los mecanismos de la democracia, pero no venía con la intención de someterse a esos mecanismos.
¿Cuál era la alternativa?
El clima político era altamente conflictivo. Los medios de comunicación acompañaban y muchas veces promovían activamente las manifestaciones contra el presidente. Se cocinaba un caldo con sabor amargo para los venezolanos.
Las elecciones presidenciales habían tenido lugar en 1998, pero al año siguiente, a instancias del propio Chávez, se escogió una Asamblea Nacional Constituyente que tenía como propósito redactar una nueva Constitución con el objetivo, según se dijo, de profundizar la democracia para hacerla «participativa y protagónica».
Con la promulgación de la nueva Constitución se hizo necesario también renovar todos los poderes públicos. De esta forma se llevaron a cabo unas elecciones generales en el año 2000 para elegir al presidente de la república, a los diputados nacionales y a gobernadores y alcaldes. Chávez obtuvo nuevamente la victoria electoral, aunque la abstención fue mayor al 50%.
Para el año 2002 el clima se hacía insoportable. La conflictividad política había servido la mesa para que cualquier salida fuese posible desde la óptica opositora. Chávez se había asegurado de obtener poderes especiales mediante una ley habilitante, para así promulgar un paquete de 49 leyes al margen del Parlamento, que tenían como propósito transformar al Estado, según sus detractores, de forma autoritaria.
Esta decisión afectaba profundamente los intereses de diversos sectores de la sociedad venezolana y le echaba más leña al fuego del conflicto en ciernes.
Es, pues, este el clima en el cual los venezolanos reciben el mes del abril del año 2002. Bajo la premisa de que era necesario restituir la democracia —pues en Venezuela se había instalado una «dictadura»—, la oposición venezolana, con el apoyo de empresarios, medios de comunicación y altos mandos militares, promovió el derrocamiento del presidente electo.
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El 11 de abrir de aquel año pareció lograrse el objetivo, luego de que se transmitiera por radio y televisión un mensaje en el que el Alto Mando Militar declaraba haberle solicitado la renuncia al presidente Chávez, la cual él habría aceptado. El presidente fue detenido y trasladado a la isla La Orchila, a unos 158 kilómetros de Caracas.
Sin embargo, la «victoria» opositora no duraría mucho y se convertirá en una de las más amargas derrotas sufridas por fuerza política alguna. Al llegar al poder, los «demócratas» opositores lo primero que hicieron fue acabar con cualquier atisbo de institucionalidad; acabaron de un plumazo con el Estado de derecho, destituyeron desde el fiscal general de la república, hasta el cocinero de La Casona; persiguieron casi hasta el linchamiento a funcionarios del depuesto gobierno, ante la mirada atónita de todo un país que se preguntaba ¿qué clase de democracia es esta?
Los venezolanos partidarios del derrocado presidente salieron a las calles a pedir su restitución en el cargo. Quienes habían estado marchando en las calles masivamente, pidiendo la renuncia del presidente, al ver la actuación del nuevo gobierno encabezado por el empresario Pedro Carmona, se quedaron en sus casas. Aquel apoyo popular opositor se había diluido y no sería la última vez que ocurriría. El 13 de abril, Hugo Chávez regresaba a Miraflores.
La oposición no aprendió nada de aquél fatídico acontecimiento. Las fuerzas opositoras desde entonces basarían su actuación en una sistemática política de sabotaje: apoyarían a militares disidentes, promoverían el paro de la industria petrolera, cantarían fraude en el referéndum revocatorio de 2004, a pesar de que la OEA —cuyo secretario general, César Gaviria, se había instalado en Caracas durante meses— y el Centro Cárter, entre otros observadores con prestigio internacional, habían certificado la elección; boicotearían las elecciones parlamentarias de 2005 y se opondrían de manera intransigente a cualquier acción gubernamental, aunque esta fuese positiva.
Esta actuación de una oposición venezolana que no parecía representar una alternativa democrática frente al presunto autoritarismo chavista —en un contexto en el que el incremento del precio de las materias primas a nivel internacional comenzaba a generarle importantes ingresos al gobierno venezolano— le permitió a Chávez consolidar su poder, a la vez que disminuyó la capacidad de influencia de un liderazgo opositor que no encontraba forma alguna de generar arraigo popular.
19 años después de aquél fatídico 11 de abril del año 2002, Venezuela es otra. El país ha quedado a la deriva desde el punto de vista institucional, la población empobrecida en su mayoría no confía en el liderazgo político y ve en la política la causa de todos sus males, como en 1998, pero con más hambre.
Poco o nada le importan al ciudadano promedio conceptos abstractos como democracia, Estado de derecho, república, socialismo o liberalismo, pues en ellos no parece encontrar la solución a sus necesidades esenciales. Es cuestión de Maslow.
Por otro lado, y volviendo al principio para terminar, no queda clara la naturaleza de una parte de las fuerzas políticas que dicen oponerse a lo que ellos consideran un régimen «dictatorial».
Nuestra sociedad es posiblemente el reflejo de la no existencia de un agente democratizador potente. Resulta indiscutible que el liderazgo opositor no ha sido capaz de llenar de sentido práctico los conceptos invocados en el párrafo anterior, de allí que los ciudadanos venezolanos no estén dispuestos a luchar por una idea que, a su modo de ver, es incapaz de llenar de comida sus anaqueles y de medicinas sus hospitales.
Lauren Caballero es licenciado en Estudios Internacionales (UCV).
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