El año después, por Teodoro Petkoff
Primero fue el estupor. La idea de que hubiera podido ser un accidente fue rápidamente descartada cuando el segundo avión se estrelló contra la otra torre. Todos percibimos que lo inimaginable había ocurrido, que lo absolutamente impensable había tenido lugar. La madre de todos los terrorismos se había desencadenado ante los ojos horrorizados de la humanidad. Después fue el rechazo, la condena unánime y sin atenuantes. We are americans too fue el grito que recorrió el mundo. Todos sentimos que con el ataque al corazón de los Estados Unidos habían sido vulnerados valores sustantivos de todo el género humano, independientemente de que las víctimas hubieran sido básicamente norteamericanas.
La desmesura del atentado fue tal que el mundo entero sintió que la respuesta, cualquier respuesta, se justificaba. Pero el gobierno norteamericano actuó entonces con prudencia y sentido de las proporciones. Dominó su cólera, así como a sus propios «halcones», y armó una coalición internacional, convalidada por Naciones Unidas, que llevó a cabo una suerte de operación quirúrgica en Afganistán, cuyo régimen, por lo demás, no es que fuera particularmente simpático a la comunidad mundial, de modo que hasta los excesos que toda acción militar comporta fueron excusados, en nombre del gran objetivo: cazar a Bin Laden, el megaterrorista.
Sin embargo, un año después el balance es más bien frustrante. Aparte de sustituir al régimen talibán por otro que comienza a parecérsele, Bin Laden se ha evaporado. ¿Está vivo? ¿Está muerto? No se sabe, pero mientras no se sepa, para todo efecto práctico está vivo. Vivo, sobre todo, en ese temor insidioso que se cuela por todos los intersticios de la sociedad mundial y en particular la norteamericana.
Pero es en el plano político donde la solidaridad prácticamente incondicional que recibió el gobierno de Bush está siendo sustituida por un escepticismo creciente, incluso dentro de los propios Estados Unidos. La utilización del terrorismo como coartada para una política imperial desata reservas hasta en los aliados más fieles (con la excepción del caso inglés, que sólo puede ser analizado con el instrumental de la psicología y la psiquiatría, y con el comprensible de Israel). El barniz de hipócrita moralina con el que Bush cubre sus proyectos aventureros, crasamente petroleros, en el Medio Oriente, ha generado una reticencia universal. No propiamente por defender el régimen tiránico de Hussein sino por mantener un principio esencial para la sobrevivencia de la comunidad de naciones: ningún país, por poderoso que sea, puede hacer unilateralmente la ley en el mundo. Paradójicamente, el año después encuentra a Bush reviviendo todas las aprensiones, justificadas o no, que buena parte del planeta ha experimentado y experimenta ante el gran poder norteamericano.