El apaleado Leoncio Martínez, por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
El estudiante Rafael Caldera fue el líder de las Juventudes Católicas Venezolanas. Muerto Gómez trabajó en la organización de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE), y en 1938 del partido Acción Electoral. En enero de 1946 fundó el partido socialcristiano Copei. Desde las filas de la UNE Caldera encabezaba una corriente socialcristiana enfrentada a la izquierda de la Universidad. A su alrededor se agruparon unos muchachos que andando el tiempo ocuparían posiciones de liderazgo nacional. Los pre-adecos (PDN), los liberales, los comunistas descargaban una ironía sangrienta contra ellos, que los irritaba. Los llamaban “efebos”, “hijos de papá”.
Enardecidos, buscarán a Leoncio Martínez (Leo) con el fin de darle una lección, tal como refiero poco más abajo. Ardió Troya. Leo era en los años del gomecismo y el lopecismo un símbolo de humor y poesía. Comenzó su ilustre carrera en La Linterna Mágica, luego en Pitorreos hasta que fundó el gran semanario Fantoches.
Se había labrado un prestigio democrático excelso como perseguido indoblegable y preso en la sórdida Rotunda de Juan Vicente Gómez. En la cárcel escribió La balada del preso insomne, un poema que yo recitaré de memoria en mi última y espero que definitiva prisión, entre 1966 y 1969.
Desde luego estaba lejos de ser un gran poeta, y la Balada… de ser un poema digno de ese nombre, pero sus versos tiernos, evasivos, pesimistas y nostálgicos expresaban como pocos las interioridades de un torturado sin esperanza de ser liberado algún día. Además, era Leo y por lo tanto la autenticidad dábase por descontada.
-Estoy pensando en exilarme, en irme lejos de aquí
¿Qué quedaba del demoledor humorista de los muñecos de Fantoches? La verdad, quedaba todo. Leo, fuera de las mazmorras y con el margen de libertades abierto paulatinamente por el gobierno de López Contreras, brillará y hará reír a los venezolanos con sus caricaturas y chistes agudos e inteligentes. Desde Fantoches su prestigio se expandió como azogue encendido. Fue, digamos, el primer Andrés Eloy Blanco o el primer Miguel Otero Silva, en una tierra de gran tradición humorística.
Era difícil para Leo dejar escapar de su mordaz radar al puñado de jóvenes de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) que en 1936 mostraban un fuerte activismo a favor de las causas anticomunistas. La UNE era una organización minoritaria de índole derechista, separada de la Federación de Estudiantes Venezolanos (FEV) a la sazón dominada por la izquierda. Leo fue excesivo con esos muchachos. Les dio con fuerza especial debido a la postura asumida por ellos contra la República española, en aquel momento hundida en una brutal guerra civil.
La UNE condenaba a la República, especialmente después de las quemas de iglesias en España, y estaba levantando fondos a favor de la Falange de José Antonio Primo de Rivera, eje del pensamiento falangista. Sin diluir su perfil doctrinario, este Movimiento se identificó con el fascismo de Mussolini al calor de las polarizaciones impuestas por la guerra.
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Francisco Franco, jabonoso aliado de Hitler, Mussolini y Primo de Rivera, daba suficientes motivos para ser tomado como blanco por los jóvenes progresistas y de izquierda. Descargarán su pasión contra ese símbolo de la emergente derecha.
Los hirientes cartones de Leo generaron la reacción de la UNE. En octubre de 1936 los jóvenes Rafael Caldera, Pedro José Lara Peña, Lorenzo Fernández y otros se presentaron bruscamente en las oficinas de Fantoches; destruyeron el mobiliario y golpearon físicamente al emblema, a Leo.
Con los años las posiciones de todos se moderaron, los antiguos integrantes de la UNE asumieron un más claro perfil demócrata cristiano y enfatizaron el debate ideológico. En conjunto ganaron respetabilidad. Pero la memoria de la golpiza a Leo pervivió por más de veinte años.
Yo nací dos años después de aquel incidente y no supe de sus pormenores sino mucho más tarde, cuando en 1953 me incorporé a la juventud de AD en el Liceo Andrés Bello. Mi versión era desde luego interesada, y sin embargo, en los dos lustros siguientes confirmé, por investigación propia, que, fuera de énfasis excesivos y algún lenguaje apocalíptico, mis primeras informaciones acerca del suceso se ajustaban a la verdad. Básicamente me habían dado noticias ciertas.
Para explicarme la conducta de los apasionados estudiantes de la UNE decidí ponerme en sus zapatos. Eran unos muchachos justificadamente molestos con quienes ponían su varonía en duda. Se sintieron atropellados, abusivamente maltratados. Tenían pues buenas razones, aunque su reacción fuera totalmente desproporcionada e irracional.
Américo Martín es abogado y escritor.
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