El arte de dividir para reinar, por Luis Ernesto Aparicio M.

Puede parecer que volvemos sobre un tema ya abordado: la división como táctica del poder autoritario. Pero no se trata de repetirlo, sino de insistir en su vigencia como arte para impedir cualquier cambio. Así que volvemos con el tema de la división como arte para mantenerse en control.
Hay muchas constantes en los regímenes autoritarios contemporáneos y una de ellas es la fragmentación. Dividir ha dejado de ser una consecuencia del conflicto para convertirse en el método de construcción del poder. Lejos de buscar la unidad, el autoritarismo siembra la polarización como estrategia deliberada.
No se trata solo de separar ideológicamente a los ciudadanos, sino de erosionar los vínculos más esenciales: los del pensamiento crítico, la ciencia, la convivencia familiar, e incluso la percepción compartida de la realidad.
Como lo hemos comentado, en esta arquitectura de división, la posverdad cumple un rol fundamental. Ya no importa lo que es, sino lo que parece ser. Con el uso intensivo de redes sociales, ejércitos de influenciadores, cuentas automatizadas y estrategias de comunicación emocional, los regímenes autoritarios construyen un universo paralelo que impide el escrutinio ciudadano.
En ese escenario, la verdad es solo un obstáculo; la emoción, en cambio, una herramienta dócil. Así se difunden teorías conspirativas, se niegan verdades científicas, se desacreditan instituciones educativas, de observación de los derechos humanos o sanitarios, y se promueve la desconfianza en todo lo que no provenga del poder.
Esto se observa, por ejemplo, en el discurso ultraconservador que ataca los avances médicos y científicos. Desde la negación del cambio climático hasta la desconfianza en las vacunas o en la medicina moderna. Lo que se busca es sembrar sospechas para debilitar el consenso social. Lo mismo ocurre cuando se culpa a minorías o a «élites intelectuales» de todos los males. Se construyen enemigos internos y externos, reales o imaginarios, para justificar el control y mantener dividida a una sociedad incapaz de articular una respuesta unificada.
Venezuela ha sido un laboratorio evidente de esta estrategia. El chavismo erigió su relato sobre la negación de la llamada «cuarta república», estableciendo una ruptura artificial entre pasado y presente.
En nombre de la «quinta república» y de un supuesto «hombre nuevo», se terminó engañando y formando una ciudadanía dependiente de un Estado que, en vez de liberarla, la asfixia. La lealtad se mide en obediencia y la crítica se castiga como traición.
Lo más irónico es que muchos de quienes combatieron esa narrativa desde la oposición han terminado reproduciendo los mismos métodos una vez llegaron al poder en otros países. Algunos asesores políticos venezolanos, otrora críticos del chavismo, hoy exportan la fórmula autoritaria: una figura fuerte que divide a la sociedad entre «los suyos» y «los enemigos del pueblo», entre los que lo dejan gobernar y los que «obstruyen sus políticas».
El resultado de esta siembra de fragmentación es letal para la democracia. Una sociedad dividida es una sociedad más manipulable. Una familia enfrentada por ideologías es una célula rota. Una ciudadanía confundida por noticias falsas, atacada por la desinformación y asustada por un presente incierto, difícilmente podrá organizarse para exigir rendición de cuentas o recuperar sus libertades.
El autoritarismo contemporáneo ya no necesita tanques en la calle. Le basta con controlar el relato, destruir el consenso sobre la realidad, y convertir la pluralidad en trincheras. Cuando la verdad se relativiza, la ciencia se desprecia, la política se convierte en guerra cultural y la familia se convierte en campo de batalla, el terreno está listo para que el poder se perpetúe sin resistencia.
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Quizás la verdadera revolución de nuestro tiempo consista, entonces, en recomponer esos lazos. En volver a conversar desde el disenso, a confiar en el conocimiento, en la política como ejercicio ciudadano y a proteger la familia como espacio de afecto y no de confrontación. En defender la libertad no como una consigna vacía, sino como el derecho irrenunciable a pensar, disentir y vivir sin miedo.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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