El bosque nublado, por Fernando Rodríguez
Tiene la pinta de un leñador de Letonia, de algún pueblo sobre el Báltico. Por eso desde hace 30 años se metió en un hermoso bosque de por los lados de San Diego, donde lleva una vida campesina combinada con utilería posmoderna. Allí ama los arboles, las flores, los perros, los monos y a cuanto bicho viviente tenga su morada en él. Es uruguayo y fue Tupamaro, escribió y publicó unas estupendas memorias, donde cuenta, entre otras cosas, cómo pasó de guerrillero rojo a ser demócrata cabal, pero que no olvida que también la democracia está llena de trampas y privilegios, corregibles a lo mejor.
Las estupendas memorias tienen un fraterno prólogo de Teodoro Petkoff y Fernando Rodríguez. Allí en ese bosque construyó y regenta el restaurant más bello del país (sic), Pozo Suruapo. Tiene una muy hermosa mujer, que en realidad es la que manda en la comarca. Y unas hijas que salieron a la madre.
Ya es venezolano y comprometido de verdad, vota mucho. Es escultor y pintor por ADN, su padre fue de los más importantes escultores uruguayos y su madre estudiosa del arte
Él lo ha sido toda la vida pero siempre, por suerte, a distancia del medio artístico y sus buenos modales y sus rigores, haciendo lo que le viene en gana y cuando le viene en gana. Se peleó con Pepe Mujica cuando vino a Venezuela, con quien compartió cárcel en aquellos tiempos bélicos, por su alcahuetería con Chávez y terminó diciéndole en el Centro Uruguayo que le iba a espichar los cauchos al Volkswagen y punto. Porque tiene un gran corazón, pero puede ser gruñón que jode. Este perfil mínimo para identificar al artista, Germán Cabrera.
Que sea un gran amigo no implica que me pase de adjetivos, pero tampoco puedo negar que me gusta lo que hace y que a lo mejor eso pesa inconscientemente en nuestra ya vieja amistad. Me gusta que su tosquedad de leñador que lo hace trabajar con los materiales más pesados y rudos que el mismo recoge de la naturaleza y que luego domestica, recorta, combina, ensambla con técnicas de obrero metalúrgico, utilizando, verbigracia, soldadores que echan chispas demoníacas, sierras eléctricas, enormes martillos y hornos temibles. Hasta que la materia bruta, la naturaleza, se va refinando, espiritualizando y acaba en esas esculturas políglotas y refinadísimas. Extraordinario proceso de transustanciación en que lo inerte, el en si sartreano, silencioso e innombrable, se hace humanidad, lirismo, artefactos que podrían salir corriendo para volver al bosque o pavonearse en un exigente museo.
Lo que quiero decir es que lo que me agrada es que aquí se puede ver el proceso de la creación muy vivamente, el leñador que pule signos, metáforas, sugerencias en una combinatoria surreal entre la piedra, la madera y el metal; en aparatos que hasta se mueven y se ríen, criaturas de un paraje donde ya se han perdido los senderos y la sensatez
Se parecen a Miró, insiste José Domingo Mujica, y yo asiento con dudas. Aunque sí un cierto aire tiene alguna. A lo mejor ese don de Miró de inventar mundos que le pertenecen absolutamente y son perfectamente coherentes en sus relaciones, delirios sistémicos.
Es un estupendo momento de su obra, el del otoño. Allí se unen sus grandes obras abstractas y totémicas con búsquedas más figurativas y simbólicas recientes. Hay de lo uno y de lo otro en una verdadera y magnífica síntesis. Están en la galería Utopía, en la mera plaza parisina de El Hatillo.
PS: La nube que nubla es una gigantesca escultura suya empotrada hace años en el techo de la galería, muy impresionante. No sé si es la de Internet, como apuntó alguien, pero preferiría que fuese una de las de siempre, las de toda la vida, las que hacen llover sobre la sequedad del mundo. Sería más acorde con él.