El camino de un nuevo mundo, por Alexander Cambero

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En los primeros años de la desmemoria, los pueblos antiguos no se reconocían entre sí. El útero divino había formado vastedad de territorios, separados por inmensos océanos, que desconocían la verdad ignota de las regiones impolutas. Una cultura recorría los confines del universo para asomarse en nuestro cielo. Entre aquellos hombres de ropajes pardos, viajaba una lengua pertrechada de costumbres y valores que enaltecían a la Corona que encabezaban los reyes católicos. Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Ellos financiaron un viaje que terminó por descubrir una realidad desconocida y fascinante.
Las embarcaciones mantenían el febril acecho de la incertidumbre. ¿Cuál será el destino de nuestras almas si fracasamos? ¿Qué existirá entre tanta inmensidad azul, que se yergue incólume sobre nuestro futuro? Se preguntaban en las tenebrosas noches que alumbraba, como centinela imperturbable, la Constelación de Orión.
Grandes oleadas se alzaban como ejércitos gigantescos con espadas de historias de mares. Y mientras las embravecidas aguas, descubrían los más profundos miedos, entre aquellos hombres de las primeras oleadas, la mirada profunda, en un minúsculo círculo marrón, que acrecentaba su estela con la proximidad de las velas resplandecientes. Cuando menos lo esperaban, se les apareció nuestro paraíso. Tierra hermosa donde colgaban helechos sobre los brazos de árboles que desafiaban la tormenta, ríos que se abrían entre bosques inimaginables, mujeres hermosas de piel de bronce y ojos de trueno.
Un tesoro de incalculable valor, que el más lúcido de los biógrafos jamás se imaginó. El Nuevo Mundo, que durmió como un lagarto prehistórico, para el viejo Continente, durante siglos, era descubierto por el ímpetu arrollador de otras pieles. En los rostros nativos, la perplejidad de creer que los extraños viajeros de Indias; simbolizaban el éxtasis maravilloso de los dioses, en su llegada al cenit terreno. Feroces batallas impregnaron nuestro suelo de sangre. Empujados por el aroma de sus sentimientos, se ofrecieron gallardamente, como en un altar de amor, lucharon con las espadas del corazón, para defender con dignidad lo que les pertenecía.
El encuentro de dos mundos tuvo feroces consumaciones entre visiones tan diferentes. No fue fácil amalgamar ambas civilizaciones con características disímiles. Los siglos fueron encontrándolos hasta que cada uno aprendió del otro. El imperio nos trajo su cultura y modernidad mientras América era la virginidad manifiesta de un territorio que mostraba sus potencialidades.
La independencia que se alzaba contra la dominación de Castilla tuvo paradójicamente su inspiración en Europa. Si bien tuvimos acá pequeñas rebeliones, jamás fueron fierro amenazante para la Corona. Lo que verdaderamente abrió la conciencia americana fueron las ideas revolucionarias francesas. Nuestros pensadores se inspiraron en ellas hasta llevarlas al seno de unas sociedades que buscaban labrarse su destino sin el tutelaje de un poder omnímodo y con la fuerza para imponerse.
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El 13 de julio de 1797 nace muestro primer movimiento independentista en Venezuela, encabezado por Manuel Gual y José María España, que se erige con una visión clara sobre quién es el enemigo. Su proyecto filosófico se asentó en la necesidad de lograr la libertad y la justicia social en concordancia con las ideas emancipadoras francesas; si bien fracasan, la semilla queda allí como inspiración para otros movimientos.
Siendo el preámbulo del 19 de abril de 1810. Todo aquel bagaje nacido de los debates en Europa logró asidero acá para ser la fuente de nuestra propia epopeya. Lo medular del asunto es que el antídoto para lograr la libertad llegaba precisamente desde el Continente donde surgió la conquista.
Alexander Cambero es periodista, locutor, presentador, poeta y escritor.
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