El carrito del helado, por Aglaya Kinzbruner
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Lamentamos no tener la lucidez de Pierre Guiraud a la hora de interpretar los signos que se atraviesan en nuestro camino de futuros votantes. Pero nos encontramos algo patidifusos. Por ejemplo, en el desfile del 5 de julio, el Día de la Patria, un día solemne y hasta de recogimiento, desfilaron prácticamente tutilimundi. Faltaba solamente el carrito del helado.
O quizás había sido invitado y no fue por miedo a ser expropiado. ¡Cosas pasan! Como en el tiempo de las elecciones de John F. Kennedy, el padre, Joseph Kennedy Sr. tuvo la audacia o la previsión, todo depende del cristal con qué se mira, de pedir la ayuda de la mafia para asegurar el éxito del proceso. Al fin y al cabo eran los mismos señores que lo ayudaron a «mover» el whisky, durante la época de la Prohibition o Ley Seca. Ellos eran Ricca, Humphreys y Frank Nitti, jefe sucesor de la banda de Al Capone.
Muchas cosas terribles hizo Joseph Patrick Kennedy Sr. hasta pagarle a una joven prostituta (Eunice Pringle), menor de edad, con tanto de ¡10.000 dólares! después de haberle prometido convertirla en una gran estrella de cine, para que acusara de violación al dueño de toda una red de cines en la Costa Oeste, un magnate griego, Alexander Pantagés. Este último fue a parar a la cárcel después de tremendo escándalo y Joe Kennedy compró todo por cuatro puyas. La joven bailarina era, entre otras cosas, una gran gimnasta y dijo que había sido violada en el ¡armario de las escobas!
Eunice mucho más tarde, según el libro de Ronald Kessler «Los Pecados del Padre» le confesó a su madre lo que había sucedido. Después de esto murió misteriosamente envenenada con cianuro. Nada parecía detener a Joe Kennedy. Su hijo Jack ganó las elecciones como él quería. Parecía que los Kennedy estaban envueltos, invencibles, en una espiral de éxito indetenible.
Fue en este caldo de cultivo que nació el mito de la maldición de los Kennedy. Es un hecho muchas veces establecido que cuando a una persona o una familia muy rica y poderosa, le empiezan a suceder cosas terribles, la gente le busca una explicación sobrenatural. Cómo alguien que tiene todo asegurado, dinero, una casa maravillosa, viajes, éxito, ¿pueda ser desgraciado?
Hay por lo menos dos versiones sobre la maldición de los Kennedy. Una, la más popular, es que siendo Joe P. Kennedy embajador de los Estados Unidos en Londres (por su amistad con los Roosevelt) fue contactado por un grupo de ricos judíos que habían comprado un barco para huir de Europa. Querían una visa para los Estados Unidos. Él se la negó. Sin embargo, el barco siguió su curso: no tenían a dónde ir.
De alguna forma, por sus amistades encumbradas o por las de orilla decidió hacer lo peor. Llamó a Washington para impedir que el barco atracara. Este cuento termina mal por partida doble o más bien triple. Algunos dicen que su carácter avinagrado y envidioso se debió a que a pesar de haber nacido en Boston en una familia con ciertas ventajas económicas, haber ido al Boston Latin School, algo que le garantizaba hasta cierto punto la entrada a Harvard, había sido rechazado cuando se postuló para entrar en una fraternity muy exclusiva no sabemos si por su origen irlandés, católico o por antipático.
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Pues el barco se tuvo que devolver y sus pasajeros fueron aprehendidos, y su rol en el asunto no pasó desapercibido y la amistad con los Roosevelt se fue al cesto de la basura. Aquí entra en funciones el famoso rabino de la maldición, que se presentó en el mismo despacho del embajador para decirle que lo maldecía a él, su familia y su descendencia per saecula saeculorum.
Aunque improbable, el cuento gustó mucho al público y se regó como la pólvora y cada vez que a un Kennedy le sucede algo, la gente mueve la cabeza y dice: es ¡la maldición! Realmente no creemos en nada de eso pero ¡de que vuelan, vuelan!
Aglaya Kinzbruner es narradora y cronista venezolana.
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