El castillo de Carlos, por Fernando Rodríguez

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Carlos Castillo es mi más antiguo amigo, unos setenta años. A lo mejor esta nota está entonces afectada en su objetividad por el compadrazgo, qué se hace.
Para empezar Carlos mismo en su facha habitual, lo saben quiénes lo hayan visto, anda con la vestimenta más osada imaginable, una colección de atuendos de una extravagancia única, es pues ya parte de su mundo plástico. Una escultura que camina, habla y derrocha simpatía e ingenio creador. Luego Castillo ha hecho un montón de cosas. Comenzó con la escultura en un tiempo en que unos pocos jóvenes renovaban el arte de Fidias y de Rodin. En su caso y a diferencia de estos, trabajó con hierro oxidado, piezas de automóviles, cemento y algunos otros desechos. Obras entre abstractas y enigmáticos tótems. Ganó varios premios en los salones anuales y se retiró. Todas las esculturas se perdieron. En mi casa había una muy bella que un jardinero decidió que era una basura y la entregó al aseo urbano, maldito sea. Carlos y yo la buscamos en todos los basureros de la ciudad, en la medida de lo posible, sin ningún resultado.
Luego pasó al cine, al superocho. Sus obras más perdurables las hizo con unos rollitos baratísimos que compraba en la botica de la esquina de su casa en los Chorros y hacía con la familia y los vecinos. Son de lo mejor del cine venezolano, aunque casi nadie lo conozca o lo crea. Luego hizo durante varios años un tremendo festival internacional de cine de superocheros vanguardistas que es un importante registro de nivel mundial. Siguió filmando, a pesar de la marginalidad a que Hollywood y otros comerciantes condenaron ese formato que sigue y seguirá contando con sus fieles devotos.
No hay que olvidar, por cierto, que tiró una cámara en acción desde el edificio más alto de Parque Central y guardó la filmación. Es la película más corta que se conoce en el planeta, once segundos.
Pero siempre cultivó un arte muy sintético de pintura, escultura, material objetual, fotografía, cine, etc. Es el que vemos en un sitio fantástico en El Hatillo, desde todo punto de vista, La esquina, para empezar la dueña, los catorce tipos de cervezas que hacen allí mismo, la música y no sigo porque no soy publicista. Bueno en tal lugar la buhardilla la convirtieron en una pequeña galería de arte y allí expone Carlos durante varias semanas.
El arte del viejo amigo es muy audaz, demasiado para algunos. Casi nadie le compra, por desgracia o por suerte. Yo lo encuentro muy cercano al arte povero de los italianos de apenas ayer. Y si a ver vamos de ese monumento y guía permanente del arte contemporáneo que es el urinario del gran Marcel y sus otros radymades, cuya esencia no es tanto poner objetos bonitos, vendibles, para sorpresa de los creyentes en el arte más radical, sino en tratar de demostrar que el gran arte, la belleza, puede surgir de los más impensables y absurdos lugares.
Por ejemplo, usted encontrará aquí piedras varias, de un derruido teatro caraqueño, o fotos de los dibujos callejeros de un chino loco al que Carlos persiguió un par de años, o un viejo anuncio de una farmacia o unas fotos de Cortázar, el gran Cronopio que no podía Carlos Cronopio Castillo evitar acercarse a él. Si no le gusta la aventura radical, si le parece un desperdicio, no vaya. Si le gusta el dadaísmo o el arte que se burla del arte, acérquese y de paso tómese una cerveza, la de su gusto.
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