El chavismo: modelo posmoderno del fascismo del siglo XX, por José Rafael López P.
Cuando cayó el fascismo europeo a mediados del siglo XX, el mundo respiró con alivio. Parecía que aquella maquinaria totalitaria, construida sobre el culto al líder, la manipulación de las masas y la represión del disenso, había quedado sepultada bajo los escombros de la guerra. Sin embargo, la historia rara vez se repite literalmente; suele hacerlo en versiones adaptadas a su tiempo, disfrazadas de nuevos ideales. En América Latina, esa metamorfosis del autoritarismo encontró su forma más persistente en el llamado chavismo, un régimen que, bajo el ropaje de la revolución socialista, terminó erigiendo un sistema de dominación que muchos ya describen como el fascismo del siglo XXI.
El chavismo nació en los años noventa como una promesa de redención nacional. Hugo Chávez se presentó como la voz de los excluidos, el vengador del pueblo frente a las élites corruptas y la política tradicional. Su mensaje caló hondo en una sociedad golpeada por la desigualdad, la corrupción y la desilusión democrática.
Pero aquel proyecto que engañosamente se anunció como una «revolución de los humildes» pronto comenzó a mostrar sus costuras: un régimen de poder absoluto, construido sobre tres pilares: el culto a la personalidad, la militarización del Estado y la destrucción progresiva de las instituciones democráticas.
A lo largo de su mandato, Chávez convirtió la política en una épica personal. Su imagen omnipresente en los medios, su lenguaje mesiánico y su narrativa de «pueblo contra enemigos» consolidaron un esquema clásico del autoritarismo carismático. Con el tiempo, esa retórica devino en un aparato ideológico cerrado, donde el Estado y la revolución se confundieron hasta volverse indistinguibles. Quien criticaba al Gobierno era, automáticamente, enemigo del pueblo.
Uno de los rasgos más inquietantes del chavismo y de su continuador Maduro, que lo emparenta con el fascismo clásico, es su manipulación del concepto de pueblo. En el fascismo italiano, el «pueblo» era una masa orgánica que debía unirse en torno al líder y al destino de la nación; en el chavismo, ese «pueblo bolivariano» se erige en una entidad sagrada, propietaria exclusiva de la verdad y de la legitimidad moral.
Pero esa unidad es ilusoria: solo pertenece al pueblo quien se somete al poder. Quien disiente, deja de ser ciudadano para convertirse en traidor. Esta división maniquea —los leales contra los enemigos internos— permite justificar cualquier atropello, desde la persecución judicial hasta la censura mediática.
El discurso oficial no tolera matices: el chavismo se alimenta de la polarización, porque sin enemigos que lo amenacen, su legitimidad se derrumba.
En el fascismo del siglo XXI, el Estado no solo administra: también vigila, adoctrina y castiga. Lo que en Europa fueron los sindicatos únicos o las corporaciones estatales, en Venezuela se transformó en una red de programas sociales, organismos de control y colectivos armados que operan como extensiones del poder político.
La economía, en teoría socialista, se convirtió en una herramienta de sometimiento. Los subsidios y las ayudas —como las cajas de alimentos CLAP o los bonos del carnet de la patria— se reparten según la lealtad política, no según la necesidad. Así, la supervivencia cotidiana depende del grado de obediencia al régimen. El control social, en este modelo, no se impone solo con armas, sino también con hambre.
El control social y la represión lo hacen envuelto en legalidad. Los tribunales y los fiscales actúan como ejecutores del poder, mientras los cuerpos de seguridad operan con impunidad. La tortura, las detenciones arbitrarias, los juicios amañados y los ajusticiamientos extrajudiciales no son excesos aislados, sino parte de un terrorismo de Estado que castiga la disidencia para preservar su dominio.
Si Mussolini hablaba de la «religión del Estado», el chavismo ha construido la suya: una liturgia patriótica que mezcla bolivarianismo, socialfascismo y sumisión militar. En el imaginario chavista, el Ejército no es una institución al servicio de la República, sino la vanguardia moral de la revolución. Con el paso de los años, el poder político y el militar se fusionaron en un solo cuerpo, como en todo sistema de inspiración fascista.
A la dimensión militar se suma otra casi religiosa. Chávez fue elevado, tras su muerte, a una suerte de santidad política: su rostro adorna murales, su voz se repite en actos oficiales y su figura es invocada como guía espiritual de la patria. La fe en el líder trascendido refuerza la obediencia al sucesor, Maduro, quien desgobierna invocando la memoria del «comandante eterno» para legitimarse.
Ningún autoritarismo sobrevive sin controlar el relato. En este sentido, el chavismo aprendió de los manuales más clásicos del totalitarismo. Los medios públicos se transformaron en órganos de propaganda; los privados fueron comprados, cerrados o sometidos mediante leyes restrictivas. El lenguaje mismo fue colonizado: «patria», «soberanía», «lealtad», «traición» dejaron de ser palabras comunes para convertirse en instrumentos de alineamiento ideológico.
El control simbólico alcanza incluso a la memoria histórica. Bolívar fue reinterpretado como precursor del socialismo, y los símbolos patrios se reformularon para adaptarse al nuevo credo revolucionario. Todo régimen fascista necesita una mitología fundacional; el chavismo la encontró en una historia reescrita a su medida, donde el pasado legitima eternamente el presente.
Una de las paradojas del chavismo-fascismo es su insistencia en mantener un barniz democrático. Las elecciones no desaparecieron; se transformaron en rituales vacíos. El voto, despojado de su valor competitivo, sirve para legitimar al poder, no para disputarlo. En este escenario, las elecciones son simulacros de participación: se vota, pero no se elige. La mejor demostración fue el pasado 28/7/2024.
El chavismo no es una simple dictadura ni un régimen militar clásico. Es una forma de autoritarismo posmoderno, capaz de combinar discurso progresista con prácticas represivas, apelaciones al socialismo con una economía extractiva y corrupta, y retórica antiimperialista con alianzas pragmáticas con potencias extranjeras.
En ese sentido, el chavismo se ha convertido en un modelo de exportación: un manual para los nuevos autoritarismos globales que buscan legitimarse en la retórica del pueblo, disfrazar la represión de democracia y manipular la pobreza como herramienta de control.
Llamar fascismo del siglo XXI al chavismo no es una exageración retórica ni un accidente histórico; no es, igualmente, un insulto, sino un diagnóstico. Es el espejo en el que se reflejan las debilidades de nuestros sistemas de gobierno: la corrupción, la desigualdad, la impunidad, la fe ciega en los caudillos. Chávez y su continuador, Maduro, no vinieron de otro planeta; surgieron de un sistema injusto, ya podrido y en plena descomposición.
El chavismo no es el futuro: es el recordatorio de todo lo que el siglo XX nos enseñó a temer… y que, contra toda lógica histórica, en pleno siglo XXI ha vuelto a convertirse en una amenaza.
José Rafael López Padrino es Médico cirujano en la UNAM. Doctorado de la Clínica Mayo-Minnesota University.
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