El circo atómico, por Teodoro Petkoff
Chacumbele, con estagira, pretende simular que él es un jugador importante en el tablero geopolítico mundial. Si se aparta toda la hojarasca convencional en esta clase de encuentros: acuerdos que repiten otros ya firmados y ejecutados a medias o simplemente olvidados, declaraciones grandilocuentes y estrambóticas o cosas tan sorprendentes como la admonición a los rusos de que vuelvan a leer a Lenin, para que se reencuentren con la Unión Soviética, lo que queda, crudamente expuesta, es la finalidad propagandística. El tono siempre provocador de sus declaraciones forma parte de ese empeño.
No puede cerrar un acuerdo con Rusia para la adquisición de una planta atómica de modo normal y corriente. Se siente obligado a darle a esa operación un carácter falsamente épico, un patético tono de desafío a los grandes poderes del planeta, como si se estuviera ante un hecho inédito, como si fuera la primera vez que un país pequeño o mediano hace ese tipo de operaciones.
Resulta, sin embargo, que Argentina, por ejemplo, ha construido cuatro centrales atómicas, con tecnología rusa, sin la faramalla chavista, con toda la normalidad de una operación comercial convencional. Brasil también ha avanzado por ese camino, sin dar a sus experiencias el carácter de un reto planetario a otros poderes.
Pero Chacumbele no puede proceder así. Sería contrario a su naturaleza exhibicionista y narcisista. Él tiene que inventarse un tono de «guerra fría», en la vana e inútil tentativa de reproducir el dramatismo, por ejemplo, de la crisis de los cohetes de 1962, con Cuba en el epicentro de ella.
Por otra parte, casi se puede apostar que esa central atómica correrá la misma suerte que aquellos centros de lanzamiento de cohetes que Chacumbele habló de instalar en Barinas o en Amazonas. Pura paja. Pero si fuere serio el propósito, ¿se conoce de algún estudio de la factibilidad del proyecto? ¿Se ha debatido en y con el país los pros y contras de la instalación de esa central nuclear? No, hasta donde se sepa. Como en todo lo suyo, se trata de un impromptu de Chacumbele, movido por esa compulsión a fabricarse una imagen de revolucionario «rebelde», «excéntrico», fingiendo que una pequeña central atómica, que no puede tener otros propósitos que pacíficos (porque los rusos no son estúpidos y conocen bien las implicaciones de una planta nuclear no pacífica en el continente americano), constituye una demostración de «soberanía» e «independencia», cuando no es sino puro rastacuerismo, que no asusta a nadie. En el mundo nadie ha parecido especialmente preocupado por este acuerdo ruso-venezolano, porque ciertamente no hay razones para inquietarse. Pero Chacumbele, prisionero de sus fantasías, se siente protagonista del gran juego geopolítico planetario.
Todo esto sin hablar de los aspectos propiamente técnicos del proyecto, sobre lo cual obviamente habrá que escuchar la voz de los expertos. Pero, ¡ojo!, cuidado con que los rusos no nos estén vendiendo tecnología obsoleta. No hay que olvidar Chernobyl.