El combate más duro, por Mercedes Malavé González
Twitter: @mercedesmalave
Tim Guénard relata su vida en “Más fuerte que el odio”. Abandonado a la edad de dos años por su madre, denigrado por su madrastra y golpeado por un padre alcohólico, a los siete años pasó a manos del Estado francés. Cuando tenía ocho años intentó su primer acto de suicidio y a los quince años el último porque decidió vivir por tres razones: escaparse de todos los reformatorios a los que fuese llevado, convertirse en el jefe de pandilla más temido de París (una especie de pran venezolano) y asesinar a su padre. Logró todas sus metas excepto la última porque lo perdonó.
La conversión de Tim Guénard inició cuando vio llorar a una fiscal de menores mientras leía su expediente. Ese gesto de conmoción le hizo intuir que el amor existía. Las lágrimas de la funcionaria le salvaron la vida a Tim y a su padre alcohólico que murió acompañado y cuidado por el hijo. Peleador callejero, entiende el perdón como su combate más duro y más hermoso: “Doy fe de que el perdón es el acto más difícil de plantear. El más digno del hombre. Mi combate más hermoso. El amor es mi puño final”.
El perdón, ciertamente, constituye un acto de libertad heroica; tan sublime y elevado, de tal exigencia y resistencia en el amor, que solo Dios puede perdonarlo todo. Genocidios, crímenes de guerra, injusticias sociales abismales; homicidios, maltratos y violaciones de niños; heridas causadas por la difamación, el engaño, la calumnia y un largo etcétera, acontecen a diario en un mundo donde la libertad cada día es más enclenque y condicionada a los dictámenes de la imagen, la moda, la superficialidad, las pasiones y el desenfreno al que ha llevado la cultura relativista del querer es poder.
Millones de ciudadanos se sienten atraídos por figuras populistas que ofrecen insultos, venganzas, reivindicaciones, soluciones mágicas, “felicidad”, “bienestar”; ofrecen todo menos perdón, reconciliación, comprensión y misericordia. Más que un acto extremo de libertad, el perdón se percibe como un acto de pusilanimidad y debilidad. Un Dios que perdona es una realidad inaceptable. Lo propio de un ser omnipotente debe ser castigar y hacer justicia con todos, menos con uno mismo. Así piensa cada quien, por eso no se cree en el perdón divino mucho menos en el arrepentimiento.
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Juan Pablo II nos recordaba que la paz y la justicia son frutos del perdón: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”. Sólo el perdón es capaz de detener el curso de las injusticias humanas, enmendar las relaciones e iniciar nuevas dinámicas sociales.
Los países que han sufrido divisiones raciales, culturales o sociales solo evolucionan y mejoran cuando logran reconciliarse. El combate no es contra personas, líderes negativos, populistas de izquierda o de derecha sumamente peligrosos, sino contra esa lógica atractiva y aparentemente victoriosa que pretenden imponer.
Vale la pena recordar el valiente discurso de Angela Merkel frente al terrorismo. Mientras otros mandatarios ofrecían más seguridad, más protección, más disciplina fronteriza, más restricciones y vigilancia, la líder de los alemanes decía: “Vivimos por la compasión, por la caridad, la alegría de la comunidad. Creemos en el derecho de cada persona a buscar una vida mejor. En el respeto a los demás y a la tolerancia. Sabemos que nuestra vida libre es más fuerte que cualquier terrorista. Vamos a dar a los terroristas la respuesta viviendo de acuerdo con nuestros valores con confianza. Ahora más que nunca» (14-11-2015).
Son tiempos de urgente reconciliación en Venezuela. Es el clamor de millones de personas indefensas, desposeídas y humilladas, dentro y fuera de nuestro territorio. Lo que se necesita para perdonar no es una lista de peticiones, garantías y condiciones para saldar agravios, sino una robusta y firme libertad de hacer el bien. Libertad frente al odio que expiden las redes sociales, a la coacción psicológica que pretenden imponer los distintos fanatismos, y a todo aquello que busque cercenar ese músculo que nos permite llegar a las más altas cumbres de los valores humanos, derribando todo muro que traten de levantar entre nosotros.
Como dijo la citada Canciller en días recientes a propósito de la trigésima conmemoración de la caída del muro de Berlín: “No hay ningún muro ni tan alto ni tan ancho como para no ser atravesado”.
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