El declive de la democracia liberal, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMires
Escribo sobre el declive y no sobre el fin de la sociedad liberal como en tantos textos se anuncia. El término “fin” vende más, sin duda, pero es definitivamente apocalíptico. Da la impresión de que la historia avanzara a saltos y no es tan cierto. Sin necesidad de recurrir a Hegel como mentor, la experiencia histórica indica que las formaciones pretéritas siguen prevaleciendo al interior de las nuevas, sin ser suprimidas. Podríamos, claro está, usar otro término. Por un momento pensé incluso en titular este artículo como el “eclipse” de la sociedad liberal.
Sin duda “eclipse” es más poético, más estético, más bonito. Pero eclipse significa un oscurecimiento transitorio que indica que después volverá a aclarar y las cosas seguirán siendo igual que antes. Declive, por el contrario, significa que algo declina, sin anunciarse ni saberse lo que ocurrirá después, ya que, dicho con certeza, eso no lo sabe nadie.
Para imaginar futuros utópicos después del declive de la democracia liberal, no hay ningún motivo. Para imaginar futuros distópicos, sobran.
No solo porque la diferencia central entre las utopías y las distopías reside en el hecho de que las primeras son optimistas y las segundas no, sino en el hecho muy documentado de que las primeras nunca se han cumplido y las segundas, sí.
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¿Podría por ejemplo alguien imaginar en los años 30, en la Alemania liberal, rebosante de arte, cultura, música, tan deliciosamente decadente, que diez años después iba a tener lugar el más horroroso crimen colectivo vivido por la humanidad, en el marco de una guerra mundial que dejaría el legado de millones de muertos?
Pocos tuvieron la intuición imaginativa de un Thomas Mann quien en su novela, Mario y el hipnotizador (1929) viera los groseros rasgos del nazismo antes de que estos aparecieran nítidos sobre la superficie. Y, sin embargo, todas las huellas que llevaron al Holocausto y a la Guerra Mundial ya estaban marcadas en la Alemania de Weimar, la misma del cabaret (sin Liza Minelli): la crisis económica, la violencia callejera, los mensajes mesiánicos, el racismo y el antisemitismo, el odio a la libertad, el miedo a la Rusia estalinista, el militarismo, solo por nombrar algunos. Esos elementos estaban dados, ahora lo sabemos, pero estaban separados, es decir, no articulados entre sí.
Del mismo modo –y eso produce cierta alarma– muchas realidades que pueden llevar al fin de la llamada democracia liberal ya han cristalizado y algunas de ellas, ya están políticamente articuladas.
¿Qué entendemos por democracia liberal? No está de más recordarlo antes de que pase al olvido.
Nos referimos a un orden político que permite la libertad de pensamiento, opinión y asociación, en el marco de un Estado de derecho que garantiza la división de los tres poderes clásicos, a las instituciones que los consagran y cuyo personal gubernamental es renovable a través de elecciones libres y soberanas surgidas de una pluralidad de partidos competitivos entre sí. Karl Popper la llamó “sociedad abierta”.
¿Por quiénes está cuestionado ese orden? Muy simple: por los enemigos de la sociedad abierta. Movimientos nacional-populistas de nuestro tiempo, legítimos herederos del fascismo del siglo XX, avanzan hacia el poder en diferentes países del mundo occidental, apoyados por regímenes antidemocráticos cuyo centro político es Rusia y cuyo centro económico es China. Sin embargo, ahí no reside el origen del problema. Ese es más bien un síndrome.
El aparecimiento de un síndrome tiene orígenes que el mismo síndrome revela. En una primera capa ya vemos que el nacional-populismo en todos sus formatos obedece a una crisis de representación, a una en donde los partidos políticos hegemónicos en el espacio occidental son hoy mucho menos representativos que en el pasado reciente.
Como hemos reiterado en otras ocasiones, la triada política tradicional de la democracia liberal, formada por partidos de orientación conservadora, liberal y socialista, ya no cubre todo el espacio social que abarcó.
Una segunda capa analizable nos muestra que la no representación política de lo social tiene que ver con cambios radicales habidos en las relaciones de producción económica. Nos referimos al tránsito que se da entre la llamada sociedad industrial y la sociedad digital.
Después del Adiós al proletariado de André Gorz, muchos lo han dicho: los antiguos trabajadores industriales, el proletariado de Marx, se encuentra, si no en vías de extinción, remitido a un lugar subalterno con respecto a nuevos tipos y formas de trabajo.
Hay un notorio desfase entre la formación social que está naciendo y la formación política que solo en parte lo representa. Esta es la señal más notoria de una crisis de representación política. Un fenómeno que, se quiera o no, trae consigo el deterioro de las culturas políticas que predominaban en la modernidad.
La ruptura del hilo que unía a los sectores sociales con sus representaciones políticas es ya demasiado visible. Los partidos, en su gran mayoría, representan a clientes pero no a sectores sociales claramente definidos.
La desconexión entre sociedad, economía y política, es cada vez más evidente. Gran parte de la ciudadanía —no solo en los países posindustriales— siente que la política, en su forma existente y real, ya no los representa. Y, desgraciadamente, tienen razón.
Estamos asistiendo a rápidos procesos de descolocación de los centros productivos, hoy repartidos en el inmenso espacio global. Como decía un dirigente sindical alemán: “Ya nadie sabe para quién trabaja, los dineros no van solo a parar en los bolsillos del antiguo empresario que combatíamos, convertido hoy en un mero intermediario, sino en un circuito financiero global cuyos ritmos de reproducción virtual nos son absolutamente desconocidos”.
Ya ni siquiera podemos hablar de la alienación del trabajo por el capital de acuerdo a la exterminología socialista, sino de la alienación del capital por un supercapital reproducido en una galaxia mundial a la que nadie tiene acceso.
Los trabajadores, que con sus luchas dieron origen a sus partidos socialistas y sociales, son hoy piezas de museo.
Hoy viven incomunicados entre sí. De hecho han llegado a ser —para emplear la terminología hegeliana de Marx— una clase en sí, pero no una clase para sí, o sea, una clase sin conciencia de clase, que es lo mismo que decir, “una no- clase”.
Debajo de esa cada más delgada capa laboral ha aparecido un subproletariado incuantificable, multinacional, muchas veces ilegal, pero generador de cientos de oficios transitorios. Y más abajo aún, un Lumpenproletariat, pero esta vez sin Proletariat.
¿A cuál clase social pertenecen los miles de trabajadores que realizan jobs circunstanciales en una home office? Qué lejos se ven hoy los tiempos en que, después de la jornada diaria, los trabajadores reunidos en sus cantinas compartían problemas personales, hablaban del presente y del futuro y, por supuesto, como dice el tango Carloncho de Mario Clavell, conversaban sobre “minas, burros, fútbol y de la cuestión social”.
Si esos trabajadores todavía existen, son miembros de multitudes, pero no de grupos sociológicamente definidos. Por cierto, a veces logran conectarse entre sí y realizan actos de protestas. Pero esas solo adquieren la forma de “estallidos sociales”, al estilo francés o chileno, pero sin continuidad en el espacio y en el tiempo.
Las clases no han desaparecido, eso está claro. Pero han sido subsumidas en las masas y estas, sin partidos ni organizaciones, suelen actuar como hordas o, como ya lo hemos visto no solo en los EE. UU. de Trump, como turbas. Ellas son y serán, lo estamos viendo a diario, la carne de cañón de los líderes y partidos nacional-populistas.
La sociedad posmoderna no ha sido desclasada, pero sí – la diferencia no es banal– desclasificada. Hecho que no tarda en repercutir en las biografías, marcadas cada día más, por un sentimiento colectivo de no-pertenencia, ni social ni cultural.
Pero el humano, gregario al fin, quiere ser algo y alguien en un espacio determinado por un nosotros identitario. El problema es que la oferta de identidades colectivas que ofrece el mercado social es muy inferior a su demanda
¿Quién soy yo? La respuesta en el pasado era segura: soy un empresario, soy un trabajador, soy un profesional.
Todavía hay algunos privilegiados que pueden dar respuesta afirmativa a esa pregunta socio-ontológica. Pero cada vez son menos. Y cada vez son más los que no pueden definir su identidad en términos laborales o sociales. El “yo soy”, esa es la conclusión, está dejando de ser una referencia social. Bajo esa condición, el ser, para ser, busca otras referencias, y estas solo pueden ser encontradas en identidades ya no sociales sino asociales e incluso antisociales y, por lo mismo, antipolíticas.
Para usar una terminología en boga, el tema de la identidad del ser ha sido rebajado a sus instancias más primarias, ahí donde habitan identidades que al no ser adquiridas tampoco son intercambiables entre sí. Identidades definidas por un “yo soy” presocial y prepolítico: un ser biológico, nacional, étnico, cultural.
Para usar los términos de Paul Ricoeur (Sí mismo como otro) asistimos al avance de una identidad sin ipseidad. O dicho más simple, a una identidad determinada no por lo que he llegado a ser sino por lo que yo soy por nacimiento: negro, blanco, indio, hombre, mujer, latino y, sobre todo, miembro de una comunidad imaginaria llamada nación.
El ser social ha sido desplazado por el ser nacional. Y si miramos el pésimo ejemplo que dan los catalanistas, por un ser regional.
El grave problema es que las identidades primarias no son intercambiables entre sí. Los negros que se levantan en los barrios marginales de Europa y de los EE. UU. nunca van a dejar de ser negros ni los blancos que siguen a Trump en contra de los no-blancos, nunca van a dejar de ser blancos. Y al no ser intercambiables, esas identidades yacen fuera de toda deliberación, de toda discusión o debate.
Nadie podrá jamás convencer al otro de que su identidad primaria es falsa. Pues las luchas identitarias, a diferencias de las sociales y políticas, no son argumentativas, ni siquiera ideológicas. Bajo su primado, la lucha de los discursos termina por convertirse en lucha de cuerpos que, desprovistos de argumentos e ideas, se encuentran mucho más cerca de la guerra que de la política.
Los nacional-populistas y sus fanáticos líderes son hoy los portadores de futuras y cruentas guerras identitarias. Eso quiere decir que, mientras la sociedad no logre ordenar sus estructuras o mientras no reaparezcan nuevas identidades sociales y políticas, los nacional-populistas, con sus retóricas de derecha e izquierda —o de ambas a la vez— continuarán avanzando y la llamada democracia liberal continuará declinando.
Pero hay que insistir: lo que presenciamos no es el fin definitivo de la democracia liberal. En Rusia, Bielorrusia, Turquía, Irán, Cuba, y varios otros países, hay quienes luchan orientados por principios democráticos heredados de, y propios a la, democracia liberal.
Pero, seríamos ciegos si no advirtiéramos que en muchas otras naciones, precisamente las que fueron guías políticas del orden democrático liberal, las fuerzas democráticas se encuentran a la defensiva.
Sin intentar pronósticos, ni mucho menos construir distopías, solo podemos afirmar por el momento que en las confrontaciones que vienen la democracia-liberal —la que conocemos o conocimos— no saldrá ilesa. O en otras palabras: la llamada democracia liberal, si es que subsiste, no será la misma de antes. Es mejor decirlo ahora que después.
Puede suceder, incluso, que la democracia del futuro sea, si no más liberal, más democrática. Lo que no siempre es bueno. La voz del pueblo no es la voz de Dios solo porque viene del pueblo. No pocas veces ha sido la voz del diablo.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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