El declive de la democracia liberal, por Fernando Mires
No solo nos explicamos el mundo a través de imágenes y símbolos sino también de rótulos. Los rótulos son denominaciones cuyo objetivo es designar y, luego, también son designaciones. Las de-signaciones –el nombre lo dice– son signos. A través de signos nacidos del uso discursivo, incluyendo el medial, nos entendemos. No importa a veces si el signo no es muy equivalente al objeto designado. Decir hombre blanco, por ejemplo, es una designación no equivalente, pues nadie ha visto a un hombre de color blanco; pálido tal vez; pero blanco, nunca. Así, gracias a los rótulos, nos vamos vinculando en este mundo adaptado a nuestros limitados sentidos.
De modo parecido, decir democracia liberal es usar un rótulo entre tantos y a eso aludiré sin intentar explorar si la designación es correcta o no (creo que no lo es). Lo importante es que todos sabemos más o menos a qué nos estamos refiriendo: a un orden político en una nación cuyo estado es dividido en poderes independientes y a un estado de derecho en donde son garantizadas libertades individuales básicas, entre ellas de opinión, de asociación, de movimiento, todas inscritas en un marco constitucional afirmado en instituciones deliberativas, judiciales y ejecutivas.
Estas últimas, las ejecutivas, representadas por gobiernos nacidos de elecciones libres, son las que garantizan la alternancia entre diversas «partes» a las que llamamos partidos. Faltando una o algunas de estas características mencionadas, ya no hablamos de democracia liberal, lo que nos obliga a usar otros rótulos, entre ellos regímenes autoritarios, autocracias, dictaduras, designaciones que en su conjunto conforman la mayoría del actual orden político mundial.
Las masas de la sociedad de redes
Al no ser mayoritario, el conjunto democrático mundial se encuentra cercado por gobiernos no democráticos lo que explica que la condición democrática se encuentre siempre bajo amenaza. Pues bien, ha habido momentos en que la condición democrática ha estado más amenazada que en otros. Basta referirnos al momento del nazismo o al momento del comunismo. Frente a esas dos amenazas, las democracias liberales lograron no solo salir indemnes, sino además con una notable tendencia al crecimiento.
La victoria militar sobre el nazismo y el fin del comunismo hicieron posible que la democracia llegara a ser, si no expresión mayoritaria, por lo menos hegemónica en el concierto mundial.
Pues bien, esa hegemonía que parecía avanzar después del derrumbe de los muros comunistas, se encuentra por tercera vez externamente desafiada por potencias no solo no-democráticas, sino además abiertamente antidemocráticas como el conglomerado conducido por el eje China, Rusia e Irán.
En diversos planos nacionales, emergen de modo creciente, movimientos y gobiernos autoritarios, antidemocráticos y populistas los que, rotulados como izquierda o derecha, coinciden con las amenazas externas en un objetivo: remover los cimientos de las llamadas democracias liberales.
No hay pues que ser pesimista para llegar a la siguiente conclusión: la democracia liberal está viviendo un periodo de declive.
Nótese: decimos declive, no decimos caída, ni fin, ni ocaso. Simplemente declive, es decir, la crisis anotada podría ser remontada. ¿Cuándo y cómo? Sobre eso –he de confesar– no tengo la más santa idea. Solo intento indagar las razones por las que, después del entusiasmo surgido tras la caída del comunismo (al estilo Fukuyama) ha comenzado a nacer una formidable revolución antidemocrática a nivel mundial la que en estos momentos –gracias a las guerras iniciadas por Putin en Ucrania y por Hamas (Irán) en Gaza– lleva al mundo a situarse sobre en punto extremadamente crítico.
Ahora bien, para entender las razones del declive de la llamada democracia liberal, conviene situarnos en el tiempo.
Si quisiéramos entonces caracterizar con una terminología macroeconómica el momento actual, podríamos decir en primer lugar que estamos asistiendo al descenso del modo de producción industrial y al ascenso del modo de producción digital. En segundo lugar, que ese ascenso y descenso se da en el periodo denominado globalización, no solo de los mercados, no solo en la tecnología, no solo en la producción, sino también en el desplazamiento de grandes masas laborales, expresadas en gigantescas migraciones inter y extracontinentales. Y en tercer lugar, que además estamos asistiendo al renacimiento de ese fenómeno al que desde ópticas tan distintas, Freud, Ortega y Arendt, llamaron sociedad de masas. Por su incidencia en el campo político -es el que aquí más nos interesa- conviene detenernos en ese tercer punto.
De acuerdo a Freud, la masificación de lo social anula la independencia o autonomía del «yo» sustituyéndolo por una suerte de yo colectivo, manipulable por líderes, caudillos y demagogos, unidos libidinosamente a sus pueblos (Freud escribió su libro Psicología de las Masas y Análisis del Yo el año 1921, vale decir, antes del nazismo). De acuerdo a Ortega, la “rebelión de las masas” va unida con el descenso cultural, la materialización de la vida, el mal gusto y la vulgaridad. De acuerdo a Arendt, quien vivió los dos fenómenos totalitarios desde muy cerca, la irrupción de las masas no solo antecede a la sociedad de clases, más bien la penetra, deteriorando a las clases para convertirlas en masa. Desde una perspectiva más política que la de los autores nombrados, observó Hannah Arendt (Los Orígenes del Totalitarismo) que los dos fenómenos totalitarios fueron posibles gracias a la alianza que se dio entre “la chusma” (Mob) y determinadas elites.
Hannah Arendt destaca que el aparecimiento de la sociedad de masas no corresponde a un periodo histórico determinado pues puede presentarse en cualquier momento si la presión de las masas logra quebrar las «estructuras de clase» que constituyen la columna vertebral de una sociedad.
Pues bien, eso es precisamente lo que estamos observando en la realidad actual: una trizadura en el orden político de la era postindustrial, una que no logra cerrar todavía el aún incipiente orden digital.
No obstante, la sociedad de masas de hoy no es la misma que la estudiada por los tres autores en mención. Formulado en modo de tesis: la actual sociedad de masas, si bien, para emplear el término de Durkheim, produce efectos anómicos (desintegradores) no actúa de un modo desintegrado. Al contrario, posee una autonomía cultural y política que le permite generar demandas recogidas por diferentes líderes. Eso quiere decir: las masas de la sociedad de redes –la vamos a llamar así– al estar dotada de vías comunicacionales, sobre todo de tipo digital, inciden en el espacio político, produciendo ella misma los líderes adecuados a sus sentimientos y emociones.
No quiere decir, claro está, que esta vez estamos frente a masas smart. Las masas de hoy son iguales de brutas y asociales que las preindustriales. La diferencia es que ahora se trata de una irracionalidad comunicativa: masas que se expresan telefónicamente, en fotos y algoritmos, a través de las redes, tuitera, Instagram, Tik Tok, y mil cosas parecidas. No obstante, en contra de lo que pensaba el bueno de Jürgen Habermas, a saber, que el discurso colectivo formado por ciudadanos conscientes y racionales lleva a la autoconstitución de los órdenes sociales, las masas de la sociedad digital llevan a la formación de una irracionalidad comunicativa.
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Las masas de la sociedad pre- e industrial han sido sustituidas por las masas de la sociedad de redes. Es por eso que los líderes políticos generados por las masas redificadas no son solo conductores inescrupulosos, sino más bien personas conducidas por sus masas. Llámense Trump, Bolsonaro, Milei, Wilders, Bukele y tantos más, ellos se parecen demasiado a la gente que representan. Son los líderes irracionales de la irracionalidad colectiva, agentes destructivos que, al no sentirse representados por la sociedad liberal, han sido convocados por sus masas para que, desde el poder, les ayuden a destruir instituciones y a violar constituciones a las que no sienten como propias, en contra de una sociedad a la que los «buenistas» liberales, los fantasiosos «progres» y los desharrapados emigrantes, han usurpado, convirtiéndolos a ellos, decentes ciudadanos, en parias de sus propios países.
Si se quiere, se trata, la que estamos caracterizando, de una verdadera revolución en contra del orden político liberal a la que en otros textos hemos llamado, revolución contrarrevolucionaria de nuestro tiempo.
Pero, a diferencias de las revoluciones pasadas, la que estamos viviendo no avanza hacia un utópico futuro, sino más bien queda atascada en la protesta contra una un orden político (liberal) al que no siente como propio.
Las masas, en eso están de acuerdo la mayoría de los pensadores políticos, no son ni pueden ser racionales. No así la política que las representa. Recordemos que entre las muchas tareas otorgadas a la política, una es la de dar forma racional a demandas no siempre racionales. No ocurre así, sin embargo, con los actuales líderes de masa. Por lo general, esos líderes son tanto o más irracionales que sus representados.
Un Trump, ofendiendo a quien se ponga por delante (sobre todo si es mujer), un Bolsonaro, dándoselas de matón, un Bukele sembrando cárceles, un Milei enarbolando con furia una motosierra para sacar a todos los «males» de raíz, un Wilders con cabellera teñida de rubio (todos saben que su pelo es negro, como el de sus antepasados indonesios) llamando a cerrar mezquitas como solución a los problemas nacionales, no son personajes como un Mussolini o un Perón, que engañaban a las masas prometiendo el oro y el morro.
No, los de ahora son miembros de esa misma masa, exponiendo sus emociones en la vía pública con sus mensajes antidemocráticos y antiliberales. En ese sentido, el venezolano Hugo Chávez puede ser considerado un precursor de los «líderes masificados» de la actualidad.
En breve: nos estamos refiriendo a representantes irracionales de la irracionalidad colectiva, quienes, actuando sin filtros políticos, se sienten llamados a ejecutar una política de la antipolítica. Que eso lo puedan hacer alguna vez, es otra cosa. Pero es así como llegan al poder.
Seamos claros: los nuevos caudillos de masas no son necesariamente antidemócratas. Son representantes de «otra democracia» en directa comunicación con gran parte del demo, pero sin mantenerse ceñida a instituciones y constituciones. Y para ser aún más claro: no es que estafen a sus electores. Todo lo contrario, los representan tal como ellos son.
No se trata, luego, de la alianza entre las chusmas y las élites, como captó Hannah Arendt en el populismo pre-totalitario de su tiempo. Ellos mismos, los líderes, son parte de la chusma. Por eso, la mayoría de ellos son personas estrambóticas, disociadas, aparentemente anárquicas y anti- establishment. Quiero decir, no solo son irracionales, hacen de la irracionalidad un culto. En términos políticos usuales, son extremistas. Pero no extremistas de derecha, como los ha catalogado la prensa. Tampoco de izquierda. Son extremistas de derecha e izquierda y a la vez ni lo uno ni lo otro. De las antiguas izquierdas han tomado trozos discursivos; algo de libertarismo, algo de antinorteamericanismo, algo de anti estatismo, algo de pacifismo.
De las antiguas derechas algunos han tomado el retorno de la sexualidad patriarcal, otros, el culto a los valores patrios, y casi todos, el regreso a un pasado imaginado como esplendoroso. A diferencia de los revolucionarios del pasado cuya utopía se encontraba en el futuro, la de los antiliberales se encuentra en el pasado. Más que reaccionarios, son pasadistas.
Make América great again, es el lema del trumpismo; hacé grande a Argentina de nuevo, corea Milei, desempolvando a Juan Bautista Alberdi. Orban, acompañado del PiS polaco, nos propone una república cristiana. Erdogan, tan parecido a Orban, una moderna república islámica. Esa es también la razón por la que los antiliberales del siglo XXI han establecido tan perfecta sintonía con Putin.
El tirano ruso también pretende hacer a Rusia de nuevo, reivindicando el pasado zarista, los valores de la cristiandad ortodoxa, el culto a la virilidad y a la fuerza bruta. Por eso Putin financia a Le Pen en Francia y en Alemania, no solo apoya a los conservadores extremistas de AfD, también a un nuevo partido alemán, nacido de la izquierda, liderado por Sahra Wagenknecht quien, de acuerdo a la partitura de Putin, habla un día en idioma ultraizquierdista y al otro día en idioma ultraderechista. ¿Un nuevo fascismo? No necesariamente. Puede incluso que no sea apropiado catalogar a los movimientos antiliberales del presente con categorías pertenecientes a los contextos del pasado.
Cuando el miedo se convierte en odio
Si no existen los filtros de la racionalidad política, las emociones de las masas salen a flote en toda su pureza, sobrepasando contenedores morales y legales. Y de todas las emociones, no hay una tan propia a los periodos de transición socioeconómica más fuerte que el miedo.
El miedo proviene de la inseguridad. No es casual, por ejemplo, que cada vez que son preguntados los ciudadanos de diversos países acerca de qué es lo que más anhelan de un nuevo gobierno, la palabra-respuesta es casi siempre la misma: seguridad. Seguridad que puede ser frente a cualquier cosa para ellos importante pero en peligro de ser perdida. Seguridad en el puesto de trabajo o en un ingreso que permita llevar una vida sin privaciones. Seguridad para salir a la calle sin ser agredido o asaltado. Lo indiscutible es que la sensación de inseguridad produce miedo, y en una sociedad redificada aparecen los miedos colectivos. Ahora bien entre el miedo y el odio, hay un solo paso.
Transformada la inseguridad en odio, este crece cuando es depositado en diferentes objetos. Ayer podían ser los judíos. O los comunistas. Siempre miedo a lo extranjero, a lo ajeno, a lo raro, a lo que no es mío o propio. A esos miedos podríamos llamarlos miedos horizontales. Hay en cambio un miedo vertical, y este se hace manifiesto en el odio a «los de arriba», a los que se supone son los dueños de la política, a la clase política y sus partidos, a «la casta», según el odio extremista compartido por el Podemos de Pablo Iglesias y La Libertad Avanza de Javier Milei
Haciéndose cargo de ese miedo vertical, Trump llamó a asaltar el parlamento de su propia nación. Milei ha llamado a destruir (no se sabe si lo hará) el Banco Central, visto por las masas mileístas como la gran alcancía del peronismo. Un sesgo anarquista que por lo demás caracteriza a la mayoría de los líderes antiliberales del momento.
Para ellos ha llegado la hora de terminar con el subterfugio de la democracia liberal y dar curso libre de una vez por todas a una democracia directa, sin mediaciones, en fin, al sueño de todas las revoluciones en su periodo infantil: la fusión amorosa entre un pueblo masificado y un Estado económicamente débil, pero política y militarmente fortalecido.
¿Está llegando entonces la llamada democracia liberal a su fase de extinción? Nadie podría asegurarlo. Lo único que podemos afirmar es que esa democracia se encuentra acosada desde diversos flancos. Desde el flanco militar, Rusia y sus aliados más seguros, Irán y Corea del Norte, operando unidos en contra de Ucrania, para ellos una punta de lanza de Europa occidental en territorio ruso. Y en el Oriente Medio en contra de Israel, apoyando al terrorismo de Hamas. No está excluido en ese contexto que pronto aparezcan nuevos frentes de guerra, ya sea en el Asia Central, en la región del Caúcaso, en los Balcanes.
Desde el flanco económico, la China de Xi reorganiza al antiguo «tercer mundo» de Mao a través de organizaciones financieras como los BRICS, endeudando a naciones empobrecidas, y reclutando nuevos aliados entre gobiernos «desarrollistas» como los de Brasil, India y Sudáfrica. Además, junto a Putin, Xi se juramenta por un nuevo orden económico y político mundial.
Desde el flanco político, cobran inusitada fuerza los movimientos y gobiernos antiliberales y nacional-populistas, operando como caballos de Troya al interior de los países democráticos, cuestionando a las instituciones políticas externas como la UE, e internas, como los parlamentos, las constituciones y las libertades políticas y sexuales.
Si ese orden político al que conocemos bajo el rótulo democracia-liberal sobrevive a la gran revolución antidemocrática del siglo XXI, dependerá de circunstancias por ahora desconocidas. Más aún si tenemos en cuenta que el bloque antidemocrático mundial no es homogéneo, y sus rivalidades, muchas veces beligerantes, permanecen latentes. Podemos sin embargo intuir que de esta tercera confrontación (la primera fue contra el nazismo, la segunda contra el comunismo) la democracia liberal, o sea, la democracia que conocemos, no saldrá ilesa, sino fracturada.
Pero quizás debe ser así. El orden político perfecto no existe, y si existiera, no fue hecho para los humanos, seres cuyo principal atributo es la imperfección.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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