El dedo de Dios, por Marcial Fonseca
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Él estaba ya descasando; había terminado los remates finales de su gran creación. Mientras tanto, Adán caminaba por el jardín El Edén; recorría la parte norte; pasó por el este; por el sur y finalmente oeste. Se entretuvo hablando serpientiano con sus amigas; su interés era fortalecer ese lenguaje; y ya lo estaba logrando. Los primeros pasos fueron muy difíciles por el exceso de sonidos sibilantes.
El Señor no había visto al primer hombre todavía desde que le diera el soplo vital; suponía que estaba disfrutando de la paz bucólica que llenaba todo el ambiente; hacia cualquier lugar que se mirara, todo era armonía y movimiento; lo primero propio de los pájaros en sus piruetas aéreas; lo segundo, de los monos brincando con gran destreza de árbol a árbol. De los movimientos ejecutados estaban los que hacían sobre ellos mismos; sobre todo si una de las partes involucradas tenía una pequeña diferencia.
A Adán le llamaba mucho la atención eso. Generalmente empezaba uno de ellos, el que se parecía más a él; esto es, con tres apéndices entre las piernas en vez del sur de la garganta; y actuaba de primero, daba cabezazos y mordidas al otro ejemplar, a la que podríamos llamar hembra. Empezaba por la cara y terminaba cuando lograba poner las extremidades superiores en las ancas; luego el macho en su reposado y merecido descanso, la veía a ella continuar pastando como si nada.
Él seguía todos los movimientos del casal, tratando de entender qué hacían, ver el propósito pero no entendía nada. Aunque estudiaba con interés todo el rito, él se preguntó cómo podía hacerlo él; y llegó a algo muy triste, no era capaz ya que no era igual a nadie, es decir no había otro ser bípedo semejante a él que no tuviera tres apéndices externas; aunque tampoco otro que sí las tuvieras.
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Se dedicó a analizar el asunto; y aunque lo veía complicado; estaba seguro de que para el Señor no lo era, después de todo él lo había hecho; así que se decidió a pedirle a Dios que le hiciera una réplica sin apéndices en las entrepiernas. Lo llamó, una voz estentórea le contestó.
–Dime, Adán.
–Mi Señor, creo que estoy muy solo aquí y creo que necesito alguna compañía.
–¿No estás contento con todos los animales que hay en El Edén?; son tus siervos…
–Pero, Señor –lo interrumpió–, necesito una compañía que se acople a mí; pero no sé cómo explicarlo…
–Sé más específico, Adán, –dijo Dios un poco fastidiado.
–Mi Dios, yo necesito una mujer…
–Ajáááá, picaróóóón… –lo interrumpió el Todopoderoso y dirigió el índice de la mano derecha con movimiento rotatorio al primer hombre y lo tocó en la parte baja del abdomen, de ahí por qué todos los seres humanos tenemos ombligo.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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