El día de mi suerte, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Hacía rato que Belén esperaba el metro. Los minutos servían para acumular gente, cada quien con sus motivos diversos para inquietarse también y llegar a sus destinos. Tantas vidas que no parecen ciertas, se dijo, mientras rozaba con la mirada a la chica de cabellos desteñidos que no dejó de consultar el reloj. O al tipo con ropa de mecánico y expresión de estar molesto desde que salió de su casa. O el joven con chaqueta azul que exploraba nervioso a los lados, sacaba el móvil, enviaba mensajes y lo guardaba con igual sigilo. Pensar que Belén se convenció de que ese sería su día de suerte. Pero está visto que en Caracas hay escasez incluso de fechas afortunadas. Elogiar a alguien por su buena suerte puede significar que se está yendo del país o que dos motorizados le interceptaron en la autopista, le robaron el auto, pero no lo mataron. Belén volvió a su desespero.
Alguien dijo: «Yo creo que este tren llega al mediodía», y nadie rió. Pero Belén saboreó la ocurrencia como si hubiera en el chiste mucho de verdad.
Ayer fue el cumpleaños de su papá. Ella y su mamá se animaron, soplaron la velita sobre una porción de torta que trajo tía Luisa y lloraron. Esta mañana salió de casa más temprano de lo habitual. Ayer no había agua y cuando llegó, esta madrugada, no tenía tiempo para ducharse ni ponerse ropa para impresionar. Llevaba el pelo recogido hacia atrás, porque la voz femenina que la tarde anterior le informó que había sido seleccionada subrayó la obligación de presentarse a las siete de la mañana, ya que el gerente saldría a Miami esa mañana. Que si no estaba allí a esa hora que se olvidara de la entrevista.
Más personas fueron apilándose detrás de la raya amarilla y, de pronto, Belén detecta —en realidad no estaba segura— en la segunda o tercera fila al individuo ejecutor de su padre. El desconocido, que ahora ya no lo era, le generó gran angustia. Volteó al sentir que le miraban, la observó con curiosidad e impaciencia y no le concedió importancia. La muerte de su padre, en un asalto bizarro a una tienda de ropa deportiva, no debió pasar. Su viejo, que trabajaba de vigilante en el centro comercial Sambil, cumplía con su ronda habitual de la tarde, miró hacia la tienda, pero no se fijó en el asalto sino en que uno de los zapatos de la vitrina se había caído, de manera que entró al local para notificárselo a la encargada justo cuando los atracadores apuntaban con sendas pistolas a empleados y clientes. Su presencia allí –lugar y momento inoportunos– solo significó para los delincuentes la osadía de un viejo en plan de frustrar el golpe.
El disparo fue certero. La bala entró por la frente y se quedó dormida en la masa cerebral. Belén me cuenta que, en mitad de su drama, ella y su madre sintieron alivio cuando las chicas de la tienda acudieron a la funeraria para revelarle, a modo de consuelo quizá, que el señor Luis no sintió nada, como tampoco supo al morir lo que pasaba, porque su fallecimiento ocurrió en un instante. Por eso fue que dejó los estudios y salió a trabajar. Hasta entonces, tenía la ventaja de que con ayuda de un tío y las pensiones de sus padres, más su rebusque de vigilante, ella terminaría la carrera de Administración, tantas veces interrumpidas.
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Pero no todo se vino abajo. Los dos hampones fueron identificados por las cámaras del local y procesados, lo que supuso una condena de 20 años bajo reja. «Ahora veo que algo pasó para que ese desgraciado estuviera libre», me lo dice con la expresión propia de alguien que quiere significar repugnancia.
Belén empezaba a procesar el encuentro fortuito cuando llegó el tren y terminó siendo desplazada por la masa amontonada en la estación La Paz para entrar al vagón, en esa batalla disparatada que libran los que quieren entrar contra quienes buscan salir.
Impresionada todavía por la presencia del asesino de su padre delante suyo reconoció el lunar en el cuello cerca del espeso cabello que se agrisaba a los costados de la cabeza. Entonces le vino en auxilio a la mente el gesto habitual de las mañanas de meter una manzana en la cartera y un pequeño cuchillo para pelar la fruta —que también podía servirle para defenderse, en caso de un ataque—. Tras un minuto de gritería y empujones la mitad de quienes estaban en el andén entró, y ella quedó justo detrás del hombre, comprimida de tal forma que apenas pudo tantear con las manos su cartera.
Justo al cerrarse las puertas del vagón sobrevino el apagón que afectó a la ciudad y varios estados del centro del país. Con la ansiedad y la esperanza mezcladas, Belén sacó, como pudo, el cuchillo y aprovechó el pequeño caos para abrazar al hombre desde atrás, clavándole el puñal en un costado, lo más cercano a su corazón. El sujeto sintió primero cierta opresión, luego hizo un gesto con las manos apenas percibido por la gente a su alrededor, quiso voltearse, pero hasta ahí llegó su vitalidad.
En la confusión, Belén tuvo tiempo para guardar el cuchillo y despejar tranquila el vagón, cuando las puertas se volvieron a abrir y unos empleados, con megáfono en mano, exigieron el desalojo de la estación.
Intentó mirar, cuando subía por las escaleras, hacia el vagón que había abandonado y notó las piernas del hombre desplegadas en el piso. Salió aturdida de la estación y caminó sin caer en cuenta de que la ciudad se había paralizado.
«Llegué a la avenida San Martín, tomé un taxi y mientras negociaba con el conductor por cuánto me llevaría, revisé el teléfono en busca de información acerca de un muerto en el metro. No había comunicación. Cuando llegué al edificio indicado, la electricidad —al menos en ese lugar— había retornado, pero una señora cercana a los 40 años, con el rostro contraído, me preguntó: «¿Belén Mendoza?», y antes de responder, me despachó casi con desprecio: «Pues, déjame decirte, mi amor, que este no es tu día. Estás llegando con 40 minutos de retraso y el doctor se marchó enojado. Dijo al de Personal que buscaran a otro, porque tú no entrarías a su empresa».
«Me lo tomé con aplomo. Me quedé dentro del edificio y en el pasillo de la entrada revisé de nuevo el móvil: alguien comentaba algo confuso: que durante el apagón un hombre había muerto de infarto. Otro le corrigió y dijo que fue un tiro en un ajuste de cuenta. Guardé el teléfono, salí a la calle, respiré profundamente y me dije: feliz cumpleaños, papá. De pronto me sentí como si hubiera salido de un túnel.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España