El día después, por Teodoro Petkoff

Lo impensable ocurrió. Estados Unidos, que pasó por dos guerras mundiales que devastaron Europa, Asia y parte de África, sin que su territorio hubiera sufrido la más mínima lastimadura, acaba de ser brutalmente golpeado en el corazón de sus dos ciudades más importantes, verdaderos iconos de la norteamericanidad, y precisamente en dos de sus más característicos emblemas de poder militar y económico: el Pentágono y el World Trade Center. Justo cuando trata el gobierno de Bush de convencer al mundo de la necesidad de su escudo antimisiles, una banda terrorista ha podido causar daños físicos y muertes en la gran potencia comparables a los que un bombardeo convencional tipo Segunda Guerra Mundial habría podido producir. La primera reacción ha sido la obvia: la condena sin atenuantes. Estos procedimientos terroristas están más allá de todo lo moral y humanamente admisible. Ningún político responsable en el mundo ha convalidado esta sombría matanza.
Pero esto no es suficiente. Lo ocurrido es tan desmesuradamente grave que una reflexión existencial se impone. Porque algunas lecciones son también obvias. Ningún país, por poderoso y avanzado que sea, es invulnerable frente al terrorismo. Ninguna de las grandes potencias de hoy podría hacer nada para prevenir, por ejemplo, que una sola persona, una sola, prácticamente sin ninguna parafernalia logística, vierta unos pocos gramos del virus de ántrax en el reservorio de agua potable de cualquier gran ciudad, con consecuencias sencillamente pavorosas. Luego, la idea de que puedan crearse mecanismos antiterroristas eficientes, apoyándose en las maravillas tecnológicas de la posmodernidad, es absolutamente ilusa y vana. No hay solución policial para el terrorismo. Tampoco militar. Hoy, por ejemplo, podrían los americanos descargar toda su formidable fuerza en el sitio donde descubran la base de los terroristas que los atacaron; no hay poder sobre la tierra que se lo impida. Sin embargo, el problema será peor después. El terrorismo de Estado ha ido sembrando vientos. En el fondo es imposible no ver la inquietante relación que existe, salvando el abismo que los separa, entre el bombardeo «quirúrgico», por error, a un inocente laboratorio farmacéutico en Sudán y la operación de kamikazes contra el Pentágono y las Torres Gemelas.
O se procuran soluciones muy de fondo para los gigantescos bolsones de miseria, desesperación y rencor que se han ido creando en el mundo o la reacción de las víctimas puede ser cada vez más impredecible. No se trata de rendirse ante el chantaje terrorista sino de comprender que cuando se está ante agentes políticos que hacen de su propia muerte la condición del «éxito» de sus actos, la amenaza de «cazarlos donde estén» es casi irrisoria. El problema, pues, como siempre, es básicamente político y las soluciones o son políticas o no las habrá. Tan simple como esto.