El dilema nicaragüense en la izquierda latinoamericana, por Mateo Jarquín
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Michelle Bachelet, alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh), recién presentó su informe anual sobre la situación en Nicaragua, país sumido desde 2018 en una agobiante crisis política. Las noticias no son alentadoras. Bachelet, expresidenta por dos coaliciones centroizquierdistas en Chile, expuso que «el Estado de derecho sigue deteriorándose» bajo el mandato del presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo.
América Latina se enfrenta, entonces, al posible cierre de la ventana de oportunidad para una transición democrática en Nicaragua. Esta disyuntiva centroamericana abre varios dilemas a nivel hemisférico: para la democracia en el continente, para la política exterior del nuevo gobierno estadounidense y, sobre todo, para una izquierda latinoamericana en plena etapa de redefinición tras una secuencia de importantes victorias electorales.
Los orígenes de la crisis nicaragüense han sido ampliamente documentados. Ortega, exguerrillero marxista y parte del liderazgo de la Revolución Nicaragüense (1979-1990), hegemonizó primero al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), y luego a todos los poderes del gobierno mediante una sorpresiva alianza con los sectores más conservadores de la élite tradicional.
Cuando en abril de 2018 una oleada masiva de protestas acabó con ese modelo corporativista y puso en duda las pretensiones dinásticas de la familia gobernante, el orteguismo lanzó una brutal campaña de violencia policial y paramilitar.
La represión dejó al menos 300 muertos y suscitó acusaciones de «crímenes de lesa humanidad» por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Según el nuevo informe de Acnudh, las condiciones no han mejorado mucho en los últimos tres años. El asedio a la sociedad civil persiste y, peor aún, el gobierno ha adoptado nuevas leyes que criminalizarían aún más a la disidencia y prensa independiente.
Mientras tanto, «más de 100,000 nicaragüenses han solicitado asilo en terceros países», cifra que aumenta cada día.
Elecciones en noviembre
En ese contexto, las elecciones presidenciales programadas para noviembre 2021 se han configurado como fecha crítica en la lucha para forzar una apertura democrática y por esa vía encontrar una solución pacífica y negociada a la triple crisis política, económica, y social desatada por la represión, ahora exacerbada por la pandemia. No obstante, el informe deja claro que las acciones recientes del gobierno y su negativa a realizar reformas mínimas «no serán conducentes a un proceso electoral representativo, pluralista, transparente y justo en 2021».
Si Ortega logra aprovechar las elecciones de noviembre para cimentar su control autoritario, auguraría otra década difícil para la frágil democracia latinoamericana.
También entorpecería los planes de la administración del presidente estadounidense, Joe Biden, pues difícilmente podrá cumplir con su meta de resolver las raíces de la emigración en el llamado Triángulo Norte —corrupción, débil institucionalidad, inseguridad, etc.— cuando en el corazón de Centroamérica perdura una dictadura cuya misma existencia implica la amenaza permanente de conflagraciones en el istmo.
La izquierda latinoamericana
Las consecuencias, sin embargo, podrían ser particularmente graves para la izquierda regional, cuya respuesta a la crisis nicaragüense ha sido algo inconsistente. En algunos casos las denuncias han sido claras y contundentes. Por ejemplo, José Mujica y Gustavo Petro, dirigentes de las izquierdas uruguayas y colombianas, respectivamente, no tardaron en condenar a Ortega durante la campaña represiva del 2018. Pero, mientras la Internacional Socialista expulsó al FSLN en 2019, el Foro de São Paulo ha respaldado la tesis orteguista sobre lo sucedido en 2018 (según la versión oficial, hubo un fallido intento de golpe de Estado apoyado por Estados Unidos). Y aunque no lo han defendido a capa y espada, como lo han hecho Venezuela y Cuba, los gobiernos progresistas de México y Argentina, y el Partido de los Trabajadores de Brasil, tampoco han querido enfrentar a Ortega.
Mientras la crisis venezolana polariza a la izquierda regional, la nicaragüense parece solo confundirla.
El Grupo de Puebla, fundado en 2019 para articular la renovación de la izquierda iberoamericana en la época pos-Chávez, no invitó a ningún representante del FSLN, pero tampoco ha abordado en sus comunicados el drama humanitario en Nicaragua.
Algunas elecciones recientes —en Ecuador y Bolivia, por ejemplo— han puesto sobre la mesa un posible repunte de la izquierda a nivel regional. ¿Qué significaría para la agenda progresista la perpetuación del régimen de la familia Ortega-Murillo? El analista Pablo Stefanoni ha explicado cómo Venezuela, antiguo motor de la «marea rosada» de gobiernos de izquierda en los años 2000, terminó convirtiéndose en un peso político, pues la derecha pudo aprovecharse de la implosión bolivariana para crear «fantasmas de venezuelización» y de esa manera deslegitimar cualquier alternativa al modelo neoliberal.
El FSLN: un partido cristiano y social conservador
Algo parecido sucederá con Nicaragua, salvo con una excepción importante. A diferencia de Hugo Chávez, Rafael Correa o Evo Morales, Ortega no ha basado su proyecto político en una visión redistributiva o refundacional. Tras regresar a la presidencia en 2007, más bien convirtió al FSLN en un partido cristiano y social conservador (llegando hasta el extremo de apoyar la criminalización total del aborto), comprometido a seguir las privatizaciones de gobiernos anteriores y cumplir con las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional.
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Muchos años antes del conflicto del 2018, la vasta mayoría del liderazgo original de la Revolución Sandinista había abandonado al FSLN, considerando a Ortega y Murillo como traidores a su causa original.
La pareja presidencial recurre a veces, aunque cada vez menos, a la retórica antiimperialista y anticapitalista de su pasado revolucionario. Pero siempre gobierna desde la derecha. Visto desde esa perspectiva, la complacencia de algunos sectores de la izquierda regional es, además de contraproducente, injustificable.
La Revolución Sandinista fue caso célebre de la izquierda latinoamericana en los años 80. Hoy la situación es distinta. Nicaragua podría convertirse igualmente en un lastre para el progresismo o en una oportunidad para que las izquierdas consoliden una imagen democrática y de respeto por la justicia social y los derechos humanos. Lo cierto es que no se pueden dar el lujo de ignorar el dilema nicaragüense.
Mateo Jarquín es historiador y profesor de Chapman University (California). Doctor por la Universidad de Harvard. Sus textos sobre política latinoamericana han aparecido en The New York Times y The Washington Post, entre otros medios.
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