El dogma ciega, por Bernardino Herrera León
Twitter: @herreraleonber
En efecto, el dogma ciega. La ortodoxia discapacita. La ideología estupidiza. El propósito, destruir la democracia, que ahora retrocede como sistema en el mundo. Los totalitarismos han regresado. Las discusiones y debates, en libertad y garantías, están apagándose. Dogmas, ortodoxias e ideologías resurgen con fuerza y contaminan las ideas y las ilusiones.
La democracia parlamentaria en España, extraordinario diseño de ingeniería social y ejemplo verdadero de transición pacífica entre la dictadura y la democracia, está siendo desmantelada “democráticamente”. Una mayoría precaria aprueba “Estado de alarma”. La excusa, la del covid-19. Suspenden el control parlamentario por la eternidad de seis meses. Justo la esencia de la democracia, el control y los contrapesos. Ni siquiera se atrevieron a tanto en la Segunda Guerra Mundial. El horror de “Dresde” fue conocido y condenado en los parlamentos.
Otro caso, la sociedad chilena. Ha decidido dirigirse hacia la nada: una constituyente. El vacío que puede ser cualquier cosa. Sorprende que un país con la experiencia política de Chile decida suicidarse, demostrando su clase política una ceguera colosal. Tan tonto como la pregunta: ¿Vota usted para que nos fusilen? ¿A quién liberamos a Jesús o a Barrabás? A eso equivale la segunda pregunta, luego del sí a la constituyente. O mixta o pura. La opción mixta representaba a todos los partidos juntos. Y perdió 80 a 20. Sonora bofetada, craso error. El más absurdo cometido por clase política alguna, en medio del gran descontento popular por la crisis económica.
El primer acto de la estupidez de la clase política chilena fue elegir la opción de la constituyente, para calmar la ira del descontento popular. Tratando de congraciarse, la vendieron como una solución. La gracia se convirtió en mueca. Pasó lo mismo con los británicos y el brexit.
Pero la leche ya ha sido derramada. Condenan al país a por lo menos dos años, o más, de incertidumbre constituyentista. En plena recesión económica.
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La estupidez del dogma no tiene fronteras. Un grupo de intelectuales venezolanos celebran el resultado chileno, como una “patada” a la “constitución de Pinochet”, quien dejó de gobernar en 1990. A tres décadas de democracia, descubren que la constitución no es democrática. Una constitución reformada cada dos años, incluyendo la reforma de 1988, que permitió el plebiscito que sacó Augusto Pinochet del poder. A la constitución como a cualquier fetiche, le cargan la culpa de la crisis.
Los venezolanos sabemos, por amarga experiencia, cómo resultó la entusiasta idea de una constituyente. Chávez llega al poder con poco más del 30% de votos del padrón electoral, en diciembre de 1998. Aprovechando el entusiasmo de su victoria, logra que se convoque un referendo constituyente, que obtiene menos del 30% de aprobación, en abril de 1999. Y a toda prisa, en diciembre de ese mismo año, aprobarse una nueva constitución con el 40% del padrón de electores a favor. El chavismo siempre fue una minoría. Aún así, se impusieron, y por supuesto, destruyeron al país.
El debate más intenso de la actualidad es sobre la democracia. Volver a preguntarse ¿Qué es la democracia? Sin responder con el viejo cliché de Abraham Lincon. Muchos creen, aún, que la democracia es un ritual electoral cíclico. Pero no lo es. Las elecciones son un método para asignar funcionarios en los cargos públicos o para tomar algunas decisiones de transcendencia. No es democracia sino parte de ella.
La democracia es, esencialmente, un sistema de convivencia. Lo que explica que dé igual si se aplica en monarquía o en república. A diferencia de los regímenes totalitarios o absolutistas, la democracia da prioridad a la convivencia social. No suprimir ni imponerse a las minorías, por muy minorías que éstas sean. Para la democracia es crucial reducir los destructivos costos de los conflictos políticos y sociales.
Ninguna mayoría debe imponerse. Por eso, la democracia es esencialmente normas y no elecciones. Si alguien comete un delito grave, no se necesita que el pueblo vote si se le castiga o se le absuelve. Debe castigarse y punto. Liberen a Jesús y castiguen a Barrabás.
Otra cosa es la calidad de las normas. Mientras más discrecionales o arbitrarias, de menor calidad serán. Mientras más normativas y menos arbitrarias, de mayor calidad. Otro tema es si se cumplen las normas. Gobernantes forajidos transgrediendo leyes con la complicidad de los contrapesos o incluso de los votantes, no es democracia sino su corrupción.
Otra forma de corromper la democracia es cambiar las normas a cada rato, según convenga en la ocasión. La esencia de la viveza grouchomarxista (leer artículo anterior). De ese se trata la constituyente. Un sobre cerrado premiando con inmenso poder al grupo que obtenga la primera mayoría. Democracia mediocre busca dictadura como excusa.
La democracia es, en fin, normas y límites, que hay que cumplir para que funcione. No un cheque en blanco para quien gane las elecciones. Pero, cuando el dogma, la ortodoxia y las ideologías guían el comportamiento de la clase política y de sus seguidores, la democracia es un imposible. O peor, una ilusión, un fraude, un engaño.
Las ideologías creen obstinadamente que sólo ellas tienen la razón y que deben imponerse. Siempre habrá una vanguardia esclarecida para llevarla a cabo. “La dictadura no mola, la democracia sí”, dijo un lobo disfrazándose de Caperucita.
En la historia, ningún sistema totalitario ha sobrevivido al creciente de conflictos que genera. Sólo la muerte, el colapso, el genocidio es su epílogo. Dogma, ortodoxia, ideologías son conceptos que identifican este germen enfermizo de los conflictos humanos. De las guerras de raza contra raza, de clases contra clases, de izquierdas contra derechas, de hombres contra mujeres, de nacionales contra extranjeros. El dogma ciega a quien camina hacia el precipicio.
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