El dormitorio, por Marcial Fonseca
No quería manejar de noche, le tenía miedo a la oscuridad y a sus habitantes; pero debía salir, la fiebre de la niña era muy alta, había que darle algo; y suerte para él que la farmacia de turno era la del pueblo de al lado, apenas unos cuatro kilómetros de su casa. Pensó invitar a algún miembro de su familia para que lo acompañaran, todos, menos su esposa, estaban ya durmiendo.
Se puso una chaqueta para el frío y recogió su cartera y el suiche del carro. Por pereza había dejado el carro afuera porque el garaje estaba abigarrado de chécheres; y por la época, década de los sesenta, la mejor alarma antirrobo era la más sencilla: nunca dejar la llave en la suichera del vehículo.
Se montó en su camioneta doble cabina, la encendió, esperó a que se calentara y mientras lo hacía presintió que no estaba solo; no sabía qué era; pero solo no estaba; se quedó inmóvil a ver si detectaba un ruido o cualquier cosa o si de alguna otra forma le llegaba alguna señal.
Al no percibir nada, esto le indicaba que era algo sobrenatural; alguien de este mundo ya hubiese actuado, o mejor dicho, ya le hubiera pedido que levantara las manos, que le diera la cartera y las llaves de carro; pero nada de eso había sucedido.
Así que estaba con alguien del más allá; lo que significaba alguien ya muerto. Repasó las consejas que circulaban sobre los espantos o sobre los fantasmas; sabía que hiciera lo que hiciera, no debía mirarlos a los ojos; bueno, no mirarles las oquedades faciales superiores. Él, por si acaso, se persignó; infería que el ente estaba sentado en la parte posterior, por ello evitó mirar hacia el asiento trasero; también desvió inmediatamente el espejo retrovisor.
Lo único que se le ocurrió fue manejar alrededor de la plaza Bolívar, buscaba la protección de la Vírgen que estaba en el lado externo oeste de la iglesia San Juan Bautista; no resultó, es más, parece que la cosa que lo acompañaba disfrutaba el paseo.
–Doble por aquí –dijo una voz, claramente femenina cuando pasaban frente al Grupo Álamo, luego de un ratico, añadió–: eso sí es bonito –el conductor no supo si se refería a la escuela o al busto en la entrada del Grupo.
Empezó a sentir un mal olor; pero no era el que esperaba; suponía que si era un fantasma debía oler a azufre o a tierra húmeda o al menos a carne en descomposición mezclado con humus; pero el olor que envolvía el ambiente era más bien como sudor acumulado, ya pasada la etapa de tufillo rancio y que se parece al aroma que emanan las caraotas en cocción, ya blanditas, después que se les ha echado el comino. Mientras pensaba en la especia, se le prendió el bombillo.
–Coño –dijo en voz alta–, pero si tiene que ser Romualda la Tontica del pueblo –frenó bruscamente y se volteó hacia el asiento trasero para cerciorarse.
–Hola –dijo ella con una sonrisa ingenua en sus labios que mostraba que estaba contenta por el paseo; y era Romualda; y de paso cargaba una cobija, era claro que quería dormir en el vehículo. La llevó a la casa de sus padres.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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