El estilo político «popular», por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
Fue en esa época, para bien y para mal, cuando ser o dárselas de popular se convirtió en arma para zaherir a los rivales, un hábito del cual no nos hemos librado, y probablemente nunca lo haremos.
Los políticos y sus imitadores se vestirán en momentos propicios «como el pueblo» o como imaginaban que era el pueblo. Se arrancarán la corbata, incorporarán giros populares y hasta esquineros, con el fin de demostrar su simpatía por los excluidos y, de paso, conseguir votos.
El odio izquierdoso contra las humildes corbatas arranca, creo, de aquellas inclinaciones. La fobia se ha incrementado con el tiempo a medida que movimientos autoidentificados con la causa del pueblo alcanzan posiciones de poder.
No fui nunca, ni lo soy ahora, un devoto de ese artículo de vestir, pero no por razones «ideológicas». Restringía su uso a situaciones convencionales: fiestas formales, velorios, matrimonios. Pero la pandemia contra la inocente corbata ha seguido invadiendo el territorio. Parece que no ponérsela en el parlamento sería algo así como una prenda de firmeza revolucionaria. Cuando, siendo diputado, no se me daba llevarla, juro que lo hacía por pura comodidad sin creerme una suerte de conjurado en plan de romper soterrados privilegios burocráticos. Digamos, algo parecido a un fuerte acto de liberación en lucha abierta contra el formalismo encorbatado.
La vindicación popular se extenderá al pelo largo, por influencia del extraordinario movimiento hippie de EE. UU., Inglaterra y progresivamente el mundo, incluyendo países del área socialista. Se dejaban largas cabelleras y agresivas barbas para deslindarse del estilo lampiño de los profesionales triunfadores y los hijos de los ricos, aunque muchos de ellos lo fueran. El punto era cuestionar sin mayor riesgo. La protesta consistía en «no colaborar». Entre las cosas más revolucionarias: pisar la hierba donde un cartelito lo prohibía. Las muchachas mostrarían sus senos, se popularizaría la transgresión de las drogas. Algo pueril, sin duda, en el fondo contra ellos mismos, pero de atractivos perfiles sicodélicos y culturalmente liberador, lo reconozco.
Sin embargo la moda fue permeando hacia los jóvenes profesionalmente exitosos. Comenzaron a aparecer los yuppies, empresarios informales, emprendedores de cabello largo y barbas retadoras. Si inicialmente todo tenía un contenido de inofensiva protesta, la asimilación de la moda por las «clases protestadas» la hizo más indiscernible.
¿El movimiento fue entonces inútil? No, para nada: de alguna manera había triunfado. El mundo siguió adelante. Probablemente sin percatarse mucho llevaba su marca.
Me parece que en esto de las corbatas se urde secretamente otra vuelta de la manivela. Dada la victoria definitiva de los enemigos de ese símbolo prendario, podría preverse un vuelco inesperado.
Usar retadoramente la corbata pasaría a ser la nueva manera de protestar.
¿Cómo valorar esos cambios? ¿Son malos o buenos?
Simplemente son cambios en la forma de vestir, pasos adicionales desde los ceñidos corsés a los pantalones femeninos y del peinado engominado al revuelto y libre. Y en ese sentido proporcionan una prueba viviente de que la moda y la cultura están en permanente cambio, en constante transformación. Envolver tales cambios en la dialéctica de la revolución y contrarrevolución ha sido una de las más suaves e inútiles tonterías. Pero en los años 40 y aún 50 todavía estábamos lejos de la erupción del fenómeno, cuya plena expresión se manifestará durante las dos décadas siguientes.
Yves Saint Laurent
Cuando en 1969 salí en libertad, hasta ahora por última vez, mis pasos me llevaron hacia mi antigua querencia universitaria. Al llegar se me encima un muchacho peludo y barbado.
—¿Y por qué siendo tan revolucionario no te dejas crecer la barba?
Era un joven agradable y de aspecto sincero.
—¿Y para qué? —le respondo.
—Para protestar.
No estaba bien que me burlara un poco y no lo hice en respeto a su rebeldía e inconformidad. Pero le dije:
—¿Protestar contra los barberos? ¿Ha hecho algo el gremio que yo ignore?
Pero en verdad, ¿para qué diablos —por ejemplo— puede servir ese pedazo de trapo amarrado y colgando del cuello?
Bueno, será para lo mismo que les sirve el lápiz labial a las mujeres o los bigotes a los hombres. Los motivos no son pragmáticos o éticos sino estéticos y la gente es tan libre de dejarse crecer la barba como de recortársela, de pintarse los labios como de no hacerlo, de encorbatarse o no. Nadie debe ser colgado o colgada de una cuerda por escoger una o la otra opción.
Curiosamente opinó sobre este asunto Yves Saint Laurent, un artista de la alta costura, un visionario de la estética.
—¿Para qué puede servir la corbata?
—La corbata debe ser un alarido sobre la camisa, exclamó.
Soy obtuso en estos delicados matices, por eso no cometería el exceso de decir que lo sigo, pero sin duda lo comprendo. Entreveo un fondo de razón en sus palabras. Para un esteta como él, si vas a habituarte a esa prenda debe ser para disparar una centella de colorido múltiple desde tu blanca camisa. Saint Laurent debió ser un surrealista, un sicodélico de la moda. Sin embargo, afortunadamente tampoco aquí hay verdades únicas. También en este dominio reina el pluralismo. Otros creadores de su gremio pensarán distinto y de allí el juego cambiante de la moda y la proliferación de los artistas de la alta costura.
Américo Martín es abogado y escritor.
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