El futuro que nos alcanza, por Marco Negrón
Contrariamente a lo que suele creerse, los automóviles eléctricos precedieron a los de combustión, aunque pronto estos impusieron una abrumadora supremacía gracias sobre todo a la flexibilidad, rendimiento y bajos costos de los combustibles fósiles. Sin embargo, consideraciones de carácter ambiental en primer lugar, la imperiosa necesidad de reducir las emisiones de CO2-han hecho que durante los últimos dos o tres lustros renazca el interés por los primeros. Aunque el número de ellos hoy en circulación en todo el mundo es todavía bajo 3,2 MM a principios de este año, apenas 0,3% del parque total-, se estima que alcancen los 25 MM para 2025.
Como dicen algunos, el transporte se ha convertido en el “alumno rezagado” en la lucha contra el cambio climático, lo que ha impulsado a algunos gobiernos a tomar cartas más directamente en el asunto promulgando leyes que prohíben la venta de vehículos de combustión (gasolina, diésel, gas natural e híbridos) en los próximos 10 o 20 años según el país del cual se trate
En términos absolutos, China es el país donde circulan más automóviles eléctricos seguido por los Estados Unidos y Japón, pero el cuarto lugar lo ocupa Noruega, que cuenta con el mayor número de vehículos eléctricos per cápita del mundo y que para 2025 se propone prohibir la venta de los de combustión. Una experiencia notable por tratarse de un país que produce cerca de 2MM de barriles de petróleo por día: el 40% de sus exportaciones y el 12% del PIB.
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En América Latina, aunque el sector transporte es el mayor responsable por la emisión de GEI, la situación en la materia es bastante más precaria: si bien se registran importantes avances en la incorporación de fuentes energéticas renovables en otros sectores, muy pocos países han diseñado políticas públicas dirigidas a facilitar la incorporación de vehículos eléctricos. Entre esos pocos, desde luego, no se encuentra Venezuela, que, después de Trinidad-Tobago, se ubica como el mayor emisor de CO2 por habitante de la región.
Tradicionalmente, habiendo sido uno de los más importantes productores de petróleo del mundo, nuestro país ha tenido muy pocos incentivos para reducir la explotación y el consumo de combustibles fósiles; pero también, a diferencia de Noruega y de otros países como Dubai, ha sido uno de los mayores derrochadores de esa riqueza. Además, pese a la magnitud de las reservas, decisiones políticas erradas han conducido a la caída en picada de la producción y a un vertiginoso ciclo de recesión con hiperinflación mientras que la deuda pública alcanza cifras astronómicas, habiéndose multiplicado más de 3 veces en relación a 1999 colocando a Venezuela en una de las más dramáticas coyunturas de su historia.
Estudios recientes indican que, desde el momento en que se comiencen a hacer las cosas bien, tomará 20 años recuperar el nivel de producción de 1998, pero para esas fechas la demanda de petróleo estará en retroceso en los mercados tradicionales de Venezuela, los países de la OCDE, mientras que el moderado crecimiento mundial (0,8% anual) estará liderado por las remotas India y China. Sin embargo, dada la profunda crisis socio-económica en la cual el sedicente Socialismo del siglo XXI nos ha hundido, el endeudamiento internacional y el ensanche de la deuda social, obligarán a maximizar los esfuerzos para desarrollar la industria petrolera como el instrumento más asequible y potente para recuperar tan graves retrocesos.
Pese a la fanfarria, la ineptitud y la corrupción nos han puesto a marchar contra el reloj de la historia: cuando las naciones líderes redoblan esfuerzos para combatir el calentamiento global, el agujero en que estamos metidos obliga a regresar a las viejas fuentes para esquivar las celadas de la miseria. Con el riesgo de quedar entrampados en ellas y que el futuro no sólo nos alcance, sino que nos deje tirados en el camino