El hombre de la etiqueta, por Teodoro Petkoff
Uno de los personajes más «taquilleros» de la célebre telenovela «Por estas calles», fue aquel conocido como «El Hombre de la Etiqueta». Era un policía que mataba delincuentes, a los que colocaba una etiqueta con la palabra «irrecuperable». Llegó a ser una figura de tremendo arrastre popular. Cuando el guionista, Ibsen Martínez, intentó problematizar al tipo, colocándolo ante el dilema de matar a un inocente (testigo involuntario de sus crímenes), exponiéndolo como el delincuente que era, el canal se negó, Martínez dejó la telenovela y «El Hombre de la Etiqueta» continuó matando «irrecuperables», sin remordimientos de conciencia y «murió» literalmente en olor de santidad.
Akira Kurosawa, el gran realizador cinematográfico japonés, vivió un episodio semejante con su película «Los siete samurais». Una aldea azotada por una banda de pillos contrata a siete samurais para que acaben con la plaga. La película termina con la glorificación popular de los siete «justicieros». Pero Kurosawa tenía pensado otro final: los siete samurais, una vez liquidados los bandidos, toman el lugar de estos y se transforman, a su vez, en el nuevo azote de la aldea. La productora no quiso ese final y Kurosawa perdió el pleito ante un tribunal. El final fue el de la productora y no el de Kurosawa, quien quería mostrar los peligros de hacer justicia al margen de la ley.
No es nuestra intención, hoy, entrar en esta dimensión del problema delictivo: el rol de la industria cultural en la creación de paradigmas negativos, que tocando las teclas de la angustia popular ante problemas que lucen irresolubles, glorifican la violencia extralegal y ensalzan la ley de la selva. Eso lo dejamos para otro momento.
Ahora nos interesa apuntar cómo en Portuguesa se reprodujo el drama de «Los siete samurais». Los que aplaudieron y, se dice, llegaron a financiar y a «encargar» asesinatos resultaron, a la postre, víctimas del monstruo que primero toleraron y luego auparon. Hoy tenemos un excelente reportaje sobre el tema (Pág. 4). Los grupos de «exterminio» parecen estar haciendo metástasis en el país. Ahora se denuncia uno en Falcón.
Pero, por nuestra parte, no tenemos dudas de que desde algunos niveles superiores de la autoridad se está propiciando una política de ajusticiamiento extrajudicial. Son demasiadas las muertes en «enfrentamientos» que a todas luces no son tales sino simples tiros en la nuca. Los partidarios de este tipo de políticas, que ven en el COPP el «enemigo», suelen argumentar, con estupidez digna de mejor causa, que quienes defendemos la vigencia de este y adversamos las políticas de «plomo al hampa» (no sólo por inhumanas e ilegales sino también por ineficientes, como lo muestran los hechos), no nos preocupamos por los derechos humanos de las víctimas. Pues bien, en Portuguesa tienen el elocuente ejemplo de lo que ocurre cuando se toleran las violaciones a la ley por parte del Estado, cuando se admite que para combatir el delito es permisible que el Estado se haga delincuente, cuando se acepta la idea de que para proteger los derechos humanos de las víctimas no importa violar los de los delincuentes: sencillamente que unos bandidos son sustituidos por otros, pero protegidos por las chapas de policías y el problema se hace peor.
Podemos comprender que la angustia de algunos los lleve a creer, sinceramente, que está en el COPP la causa de esta delincuencia casi incontrolable. Yerran el tiro. El COPP no es el problema. Es el comienzo de la solución.