El Iceberg invisible, por Gregorio Salazar
Dicen que cuando el Titanic se hundió la humanidad vivía una de sus épocas de mayor engreimiento. El siglo XX había comenzado con un alucinante despegue en todos los campos, especialmente en lo científico y lo tecnológico, revolucionando el mundo de la medicina, el transporte y las comunicaciones. Todo lo que había parecido imposible lucía al alcance de la mano.
Comenzaba la era del automóvil y los grandes ferrocarriles. Y en el campo de lo marítimo el deslumbrante trasatlántico inglés, el mayor objeto móvil construido por el hombre, era precisamente una joya surgida del poderío económico y científico que, imaginaban, nada podía hacer fracasar.
Más de un siglo después, seguramente pocos mortales desconozcan la historia del gigantesco y lujoso vapor que se propuso romper cruzar en tiempo récord el atlántico y terminó su travesía, en su mismísimo viaje inaugural, reposando a tres kilómetros de profundidad sobre el lecho marino…
Bastó, en efecto, una combinación de codicia y soberbia con una pizca de mala suerte para que un bloque de hielo puesto a flotar inocentemente por la naturaleza, ajena a toda ínfula de grandeza, acabara con el “barco de los sueños”, como lo popularizara la industria cinematográfica en 1995. Una historia cuya enseñanza moral la haría merecedora de figurar al menos como un anexo informal a los textos bíblicos.
El orbe, perplejo ante aquella tragedia increíble y sin conocer todavía las hecatombes de las dos guerras mundiales, lloró conmocionado por la pérdida de las 1.517 vidas que costó el desastre. Surgieron iniciativas y normativas internacionales para el tráfico marítimo, se ofrendaron monumentos, pero el mundo no se detuvo, no se paralizó, ni tampoco cambió.
Todo lo contrario. Todo el ritmo de avances que traía la humanidad siguió acelerándose de manera exponencial hasta llegar al mundo de hoy en que cada día nos depara fascinantes sorpresas en cualquiera de los campos de la actividad humana.
Privilegiados los que hoy pueblan el planeta y pueden ver desde su casa el panorama rojizo y desolado de Marte, el micromundo del átomo o de las células, o al propio Titanic deshaciéndose en las abismales tinieblas oceánicas.
Se dirán entonces que, a despecho de las carencias en las que viven millones, sobraban las razones para que el engreimiento y la soberbia de la raza fuera mucho mayor que hace un siglo. Y claramente así veníamos hasta hace poco más de tres meses cuando se produjo un nuevo choque, no con una mole de hielo ni con un desborde de las pasiones humanas, sino con un obstáculo invisible, surgido de un proceso de complejidad biológica semejante a la que dio el origen a la vida, pero que por el contrario propaga la muerte por miles cada día alrededor del planeta, aturdido y vacilante frente al colosal adversario.
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Ni siquiera las guerras mundiales paralizaron el ritmo trepidante de las grandes naciones. Mientras los hombres se despedazaban en los frentes de batalla en las ciudades se les demandaba el máximo esfuerzo al músculo industrial y al pensamiento científico como factores decisivos para alcanzar la victoria. Es un virus lo que hoy, para ahorrarnos ejemplos, detuvo once años consecutivos de crecimiento económico del imperio más poderoso que ha conocido la humanidad, va demoliendo empresas y dejando sin empleo a millones de personas. Ya casi no queda marca en negativo que no haya sido batida.
Pero la humanidad jamás ha conocido de rendiciones. Dable es esperar que la batalla contra el covid-19 finalice en cualquier momento con el triunfo de la ciencia, que emergerá victoriosa con la cura, la vacuna o las dos cosas.
Y que pronto la maquinaria industrial y comercial del planeta recobrará con vigor su ritmo y la vida abandonará los niveles de luto, encierro y crispación.
Eso ocurrirá y el mundo vivirá momentos más bonancibles. La vida buscará su curso normal y retomará un impulso. Pero en Venezuela, donde sin necesidad de una pandemia tocamos fondo de manos de quienes reinarían sobre un mantel de cenizas si ello le garantiza la detentación perpetua del poder, quebrados, fracturados y enfrentados la angustiante pregunta que cabe desde ahora es… ¿y nosotros después qué?