El impacto del cambio climático en la inflación global, por Leonardo Stanley
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El último informe del FMI destaca los efectos recesivos por la invasión de Ucrania sobre la economía mundial, así como una serie de shocks de oferta que vienen a marcar una nueva era inflacionaria global. Si la inflación que desató la pandemia de la covid-19 fue considerada transitoria, la presión inflacionaria que se detecta ahora evidencia un carácter estructural. La economía mundial entra en una nueva etapa, una de mayor inflación.
Para ciertos especialistas esto representa un déjà vu de la crisis petrolera de los setenta que transformó la economía y las finanzas internacionales. La crisis marcó el ocaso del keynesianismo de posguerra, y el monetarismo surgió como visión dominante. Para esa misma época también crecía el interés por las cuestiones ecológicas, el medio ambiente, y se empezó a pensar en el desarrollo sustentable. Poco tiempo después, la comunidad científica comenzaba a alertar sobre el problema del calentamiento global.
Repensar el dilema inflacionario ante el desafío del cambio climático
En los países de ingresos bajos y medios, los shocks externos adquieren una relevancia destacada, así como una frecuencia más pronunciada. En este contexto, los países exportadores de commodities (petróleo, minería, agricultura) se benefician ante un aumento en el precio, aunque se ven expuestos a una mayor inflación. Se trata de países con economías escasamente diversificadas y con una fuerte desigualdad social, por lo que la inflación termina afectando a la mayoría, dado su patrón de consumo.
Por otro lado, los fenómenos climáticos resultan extremos e irrumpen con cada vez más fuerza, lo cual plantea grandes desafíos en lo económico. Así, las autoridades monetarias deberían monitorear riesgos, ya que una transición sin rumbo puede conllevar el problema de los activos varados. Pero tampoco deberían descuidarse los efectos que tal transición genera sobre el fenómeno inflacionario.
Los desequilibrios macroeconómicos por los eventos extremos ameritan cuantiosas inversiones en adaptación, lo cual induce el rebrote inflacionario.
Con las inversiones cayendo, observamos que el proceso de transición ha disparado un aumento significativo en el precio de los minerales como el cobre, níquel, grafito, litio o cobalto. Un automóvil eléctrico consume seis veces más minerales que uno de combustión interna y los minerales explican un 20% del costo de los equipos eólicos. Todo ello ha venido induciendo pronunciados aumentos en el precio de estos minerales en los últimos dos años. El precio del litio se incrementó en 1000%, 300% el níquel y 200% el cobre.
Estos nuevos equipos energéticos no llegan a generar más del 3% del total de la energía producida, mientras que los automóviles eléctricos no representan más del 1% del parque mundial. Si bien la transición puede ser una bendición, debido a los mayores ingresos, fácilmente puede devenir en una maldición con fuertes consecuencias inflacionarias.
La producción limpia conlleva, además, mayores costos, los cuales no deben ser vistos como un lujo de países desarrollados. De hecho, la implementación de la tasa al carbono en las fronteras por parte de la UE nos exige considerar lo ambiental al planificar el desarrollo, ya que implica inversiones que también generarán más inflación.
A fin de avanzar con las energías limpias y dejar atrás la adicción a los fósiles, surgen diversas opciones de política: precio al carbono, regulación, subsidios. Cualquiera sea la alternativa, todas implican un mayor costo que afecta a empresas y consumidores.
En el caso del valor de los permisos de emisión de la UE, mientras la tonelada de carbono promediaba los 21 euros en febrero de 2021, al año siguiente se acercaba a los 100 euros. Pero más allá de las variaciones, el sendero se explica por las decisiones adoptadas tanto en los últimos años como por la invasión de Ucrania.
La imposición de un impuesto al carbono (la eliminación de los subsidios a los combustibles fósiles) no solo implica mayor presión inflacionaria, sino mayor tensión social, dado el traslado (total o parcial) del incremento a los consumidores. Aunque su introducción induce una menor contaminación, el impuesto resulta regresivo, ya que son los sectores sociales más empobrecidos los que destinan una mayor proporción de sus ingresos a la compra de combustibles o al transporte público.
Pese a esto, parecería que los mercados de futuro adoptaron la transición como irreversible. El financiamiento a las empresas petroleras se ha vuelto más caro, sea por el temor a los activos varados o por la irrupción de normativas más estrictas.
Todo ello ha inducido una menor tasa de inversión, que en la coyuntura fortalece el precio de los combustibles y genera mayor presión inflacionaria. Ello debería acelerar la transición. Sin embargo, no puede soslayarse que dicho proceso requiere tiempo, puesto que las inversiones son costosas. De una u otra forma, la transición produce efectos inflacionarios.
Esto plantea que la respuesta de política monetaria tradicional de endurecer las condiciones crediticias no es la mejor opción. Dicha respuesta resulta más acertada en países donde el sector financiero es escasamente relevante. Pero si en estos la demanda agregada resulta insensible frente a cambios en la tasa de interés, otra es la reacción frente al tipo de cambio.
Un aumento en el precio de los commodities induce a la apreciación de la moneda nacional, fenómeno que puede verse amplificado por la entrada de capitales financieros ante una suba en la tasa de interés local (carry trade). Aunque ello beneficia al consumo y, eventualmente, a los sectores más desposeídos, la bonanza tiene efectos destructivos sobre el aparato productivo, más aún en economías abiertas a los flujos de capital. Ello explica el porqué de las respuestas heterodoxas implementadas por diferentes Gobiernos de la región en los años 2000, tanto como el cambio de opinión del Fondo respecto a los controles de capital, recientemente ratificado.
Más allá de la coyuntura, signada por la invasión rusa, la transición energética caracteriza al fenómeno inflacionario actual como duradero, por lo que la región debería avanzar con la transición. Ello obliga a la clase política a pensar alternativas y avanzar con propuestas novedosas. Por ejemplo, podría introducirse un impuesto a la renta extraordinaria que grave las ganancias de las empresas mineras, pues estas seguirán en alza durante la transición. También se podría avanzar con alguna variante del esquema de control de capital instrumentado en el pasado por Chile, pero ahora penalizando a los fondos que llegan para financiar a las industrias contaminantes.
Al evaluar el problema debemos dejar los dogmas atrás y actuar de forma pragmática. Debemos ir hacia un nuevo esquema de producción y consumo, donde la transición lleve hacia un proceso secuencial. Y los Gobiernos deberían intervenir para mitigar las consecuencias macroeconómicas (estabilidad de precios, competitividad del tipo de cambio, política social y transición justa), así como para impedir la generación de burbujas financieras (inversión en activos que pueden resultar varados).
Leonardo Stanley es investigador asociado del Centro de Estudios de Estado y Sociedad-Cedes (Buenos Aires). Autor de “Latin America Global Insertion, Energy Transition, and Sustainable Development», Cambridge University Press, 2020.
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