El instrumento del miedo, por Teodoro Petkoff
El funcionario de la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho que llamó al productor de El violinista sobre el tejado para cancelar la participación de la orquesta en el famoso musical, no recibió ninguna orden ni ninguna llamada «de arriba» para proceder como lo hizo. Actuó, es lo más probable, de motu proprio, suponiendo que tal cosa era lo «políticamente correcto», dentro de los parámetros ideológicos establecidos por el régimen. Y es precisamente ésto lo que hace tan dramático, incluso tan trágico, lo sucedido.
El régimen político venezolano no puede ser definido, al menos por ahora, como totalitario, pero casos como este, por aislados que parezcan, comienzan a ser síntomas de una enfermedad en la sociedad. Cuando en un cuerpo social el miedo comienza a ser el principio activo del comportamiento de sus integrantes, es porque se está asomando en el horizonte el temible espectro del totalitarismo, del control del pensamiento colectivo, de la sociedad misma, y no tan sólo de sus poderes públicos. El miedo, inducido desde el poder, paraliza a las sociedades, las anestesia, insensibilizándolas ante la «banalidad del mal», que dijera Hanna Arendt. La humanidad conoce estas experiencias terribles. Cuando un modesto funcionario público estima como «normal» suspender la actuación de la orquesta en una obra porque esta es «judía», y lo hace porque «supone» que eso podría causarle problemas con el gobierno, que es quien financia a los músicos, estamos ante la presencia difusa del miedo, como instrumento de control social.
Estamos ante la invasión, por el Estado, de los propios fueros del espíritu y de la voluntad humana. Este episodio no es el de activistas políticos intoxicados por un discurso que navega sobre dos mil años de antisemitismo, que hacen pintas en los muros de una sinagoga o lanzan bombas contra ella; tampoco se trata de un grupo de delincuentes que intenta dar un sesgo «político» al asalto a la sinagoga de Maripérez. Ahora se trata de un modesto burócrata, de un grisáceo empleado público, que, desde su escritorio, asume el antisemitismo como justificación de su conducta, porque y así lo arguye «el gobierno tiene una bronca con el Estado de Israel». Hoy son los judíos las víctimas del apartheid, pero desde la presidencia se trabaja incansablemente para meter en un gueto a porciones enormes de la sociedad, sobre la cual llueven implacablemente (des) calificaciones de «antipatria», de «pitiyanquis», de «oligarcas», que van en el mismo sentido de las que motejan a la política de Israel como propia de «descendientes del pueblo que mató a Cristo», tal como dijera el presidente recientemente. Por fortuna, nuestra sociedad posee anticuerpos democráticos que han hecho posible, hasta ahora, ponerle la mano en el pecho a Chacumbele, impidiendo que el proyecto de control total de la sociedad haya podido cuajar. Pero cuando el miedo empuja a conductas tan irracionales como las del funcionario de la Orquesta Gran Mariscal, hay razones para hacer sonar todas las alarmas.
Frente a hechos como este no se puede permanecer en silencio. Es un deber moral no callar.