El juicio de la historia, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
«Hay que pensar al pasado como si fuera presente y al presente como si fuera pasado», frase atribuida al gran historiador francés Ferdinand Braudel. La corta frase contiene dos partes. La primera para historiadores, la segunda para escritores políticos.
Un historiador, al pensar el pasado como presente, confiere dinámica a los hechos pues sitúa a los actores, aun sabiendo lo que decidieron, en posición de decidir. Un escritor político, pensando el presente como pasado, separa los hechos que parecen irrelevantes de los que perdurarán, es decir, selecciona a los que a su juicio serán dignos de figurar en la historia. Ahora, cuando varios historiadores coinciden en un mismo juicio, hablamos del juicio de la historia, juicio que no es otra cosa que el juicio de los historiadores. Del mismo modo, cuando hacemos un análisis político, cualquiera que sea, estamos escribiendo sobre la historia del presente. Sobre esa actividad me detendré a reflexionar a partir del tema que más me ocupa en este momento: la guerra de anexión que está llevando a cabo la Rusia de Putin en Ucrania
1.
El hecho: el día 24-02.2022 comenzó la invasión a Ucrania. En términos secuenciales, fue la segunda invasión. La primera, la del 2014 (marzo), llevaría a instalar enclaves coloniales rusos en Crimea y en el Donbas. Pues bien, como suele suceder, la segunda invasión daría sentido histórico a la primera. 2014 fue, si se quiere, el preámbulo del 2022. La pregunta evidente para un historiador, sería, en este caso, obvia: ¿Por qué Putin esperó ocho años para intentar la gran invasión cuyo objetivo iba a ser llegar a Kiev, derrocar al gobierno de Zelenski y apoderarse de una nación sobre la cual creía tener –según sus propios discursos y escritos– derechos «naturales»? Poco tiempo después lo íbamos a saber.
Acontecimientos políticos en Ucrania hicieron suponer tanto a Putin como a los gobiernos europeos que los sucesivos gobiernos ucranianos no estaban en condiciones de dar forma a una nación independiente y soberana tal como había sido estipulado en la declaración de 1991. La invasión a Crimea, vista así, fue una respuesta de carácter disuasivo a la revolución pro-europeísta y antirusista de Maidán, cuando a fines del 2013 izquierdas y derechas, miembros de todas las confesiones religiosas, estudiantes, sindicatos y organizaciones civiles, e incluso parte del ejército, se levantaron en contra de la política rusista del presidente Viktor Yanukovich.
Probablemente Putin pensó que, dada la popularidad que por algunos momentos pareció tener «su hombre en Kiev», Viktor Yanukovich, la contradicción entre europeísmo y rusismo iba a ser resuelta a favor de la segunda opción. Habiendo huido Yanukovich a Rusia, la contradicción fundamental de la Ucrania de ese entonces, rusismo contra europeísmo, no desaparecería durante el gobierno Poroschenko (2014-2019). Por lo tanto, todavía había signos que mostraban a Putin que no debía abandonar la posibilidad de una anexión de Ucrania mediante la vía política.
Cuando en 2019 fue elegido presidente Volodomir Zelenski (mayoría absoluta) todo pareció indicar que el nuevo gobierno, elegido para combatir la corrupción, tampoco iba a crear demasiados problemas para una anexión pacífica de Ucrania por Rusia, aun manteniendo ciertas apariencias de nación independiente, probablemente al estilo de la Bielorrusia de Lukashenko. Zelenski, cabe agregar, había sido en el pasado reciente un defensor de la tradición cultural rusa, sobre todo de la literaria. Todavía habla mejor el ruso que el ucraniano.
En el lapso que va desde 2014 al 2022, Putin –no lo olvidemos– había tejido una compleja red de interdependencia económica con Europa occidental y seguramente imaginaba que una anexión política de Ucrania podría incluso ser apoyada desde Europa, sobre todo por el eje franco-alemán. Los problemas comenzaron cuando el gobierno de Zelenski –siguiendo el ritmo de la balanza política de su país– comenzó a inclinarse hacia una más intensa cooperación con Europa, aspirando al legítimo derecho a formar parte de la UE y de la OTAN, buscando resolver de ese modo la contradicción entre europeísmo y rusismo de acuerdo a la tendencia mostrada en dos revoluciones: la «naranja» de 2004 y la de Maidán en 2013. Todavía Zelensky habla en sus discursos de «el mandato de Maidán»
No fue, por lo tanto –lo hemos repetido tantas veces– la posibilidad de que Ucrania entrara a la OTAN, como aducen rusistas y pro-putines en occidente, sino el crecimiento del europeísmo al interior de Ucrania, el hecho que podría, si no impedir, retardar por mucho tiempo la anexión rusa del país.
A fines de 2021 Putin ya estaba decidido a echar por la borda su plan de anexión política optando por la anexión militar, tal vez pensando –no le faltaban motivos– en que Europa iba a limitar su protesta a emitir un comunicado, más un par de sanciones inútiles, tal como había sucedido en el 2014 con la anexión de Crimea. Con una Europa complaciente hacia Rusia, los EE UU quedarían neutralizados, pensaba con seguridad Putin. Luego –este ya es un juicio histórico– no fue la posibilidad de entrada de Ucrania a la OTAN, sino la exclusión de esa posibilidad, el hecho que abrió las expectativas a Putin para invadir a Ucrania. No obstante, había un problema, y eso lo vio Putin rápidamente: esa línea ya no representaba a Europa en su conjunto.
Los países escandinavos, los países bálticos, más Polonia, habían establecido con Ucrania una relación que iba mucho más allá de la amistad diplomática, dando lugar a la creación de una red de interdependencia económica y política entre el este y parte del centro de Europa con Ucrania.
Pronto Alemania y Francia comprenderían que una política de concesiones totales al expansionismo ruso podía derivar en una división al interior de la UE. En cierto modo Macron y Scholz optaron por la posibilidad de aplicar una política de contención, tratando de convencer con telefonazos a Putin que, de acuerdo a los intereses económicos de Rusia en Europa, era mejor no invadir a Ucrania, asegurándole en cambio que Ucrania nunca entraría ni a la OTAN ni a la UE.
Sin embargo, la indiferencia de Putin frente a esas ofertas, terminaría por convencerlos de que la posición de Europa del Este, apoyada desde el Reino Unido y por los EE UU y Canadá, relativa a que Ucrania, de acuerdo al plan Putin, solo podía ser un trampolín para el salto del dictador ruso a Europa, no era infundada. En este punto, ya hay también un juicio de la historia, y es el siguiente:
Putin solo estaba interesado en la reconstrucción del antiguo imperio ruso. Era, es, y será su obsesión.
En el nuevo contexto, la pregunta historiográfica que salta a la vista es, ¿por qué Europa se oponía a la invasión a Ucrania no habiéndolo hecho en el pasado con respecto a Chechenia, por ejemplo? La respuesta no es difícil. Más allá de la inexistencia de límites geográficos con los gobiernos europeos, Chechenia, un país con predominio de religión islámica, no era vista desde Europa como una nación europea y, por lo mismo, no podía ser un problema europeo.
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Ucrania, con sus propias opciones en contra del rusismo, había sido acogida por Europa como uno de los suyos, aún antes de la invasión. Por esa razón, la invasión rusa a Ucrania fue sentida por esos gobiernos como una invasión a Europa. La cantidad de tratados y acuerdos que rompió Rusia con la invasión del 2022 no puede compararse en nada con las transgresiones cometidas durante la «pacificación» de Chechenia, hecha en nombre de la lucha en contra del terrorismo internacional propagada por los propios Estados Unidos desde la era de Bush «Senior». En breve: Putin creyó que podía seguir manteniendo con Europa la misma relación que había mantenido después de la guerra a Chechenia y de la invasión a Crimea, es decir, amistosa, pacífica y, sobre todo, económicamente rentable para ambas partes. Y aquí, justamente en este punto, nos topamos como otro hecho histórico de enorme incidencia:
Con su invasión a un país europeo y ya políticamente europeizado como es Ucrania, Putin consiguió lo contrario de lo que buscaba. En vez de debilitar a Europa, logró recrear y reforzar la unidad europea.
2.
Putin, efectivamente, abrió las puertas para que apareciera una nueva unidad europea, ya no solo en el terreno económico, también en el político, e incluso, en el militar. Con la invasión a Ucrania nacería una nueva Europa y con ello un «patriotismo europeo» con el que Putin no contaba ni aún en sus peores pesadillas. La guerra de Rusia en contra de Ucrania se convertiría así en una guerra antieuropea y, por lo mismo, en una guerra antioccidental. En las palabras del canciller alemán Olaf Scholz, había tenido lugar un «cambio de los tiempos» (Zeitewende)
La propia OTAN, tan a mal traer después de la desafortunada guerra en contra del «terrorismo internacional» dirigida por Bush Jr., pero, sobre todo, por la política antieuropea y prorrusa del gobierno de Trump, ha comenzado a ampliarse con la incorporación de Finlandia a la que seguirá la de Suecia. Sin embargo, nada de eso habría sucedido si el 24 de febrero Rusia hubiese logrado ocupar Kiev, desalojando al gobierno constitucional y anexando a Ucrania.
Fue la determinación del gobierno de Zelenski, la de enfrentar –en ese entonces con muy escasos medios– a la invasión, el impulso que obligó a Europa a cambiar su política hacia Rusia. El «glorioso» ejército ruso comenzaría la guerra a Ucrania con una vergonzosa derrota. La primera resistencia de Ucrania –ese juicio ya está formado entre la mayoría de los historiadores– pertenece a la hilera de las grandes hazañas militares de la historia universal.
3.
Frente a la situación internacional por el mismo creada, Putin elegiría una nueva opción: ampliar la dimensión del conflicto más allá de Ucrania, es decir, escalar. Fue así como Putin buscó a Xi y Xi buscó a Putin. El juramento de los dos dictadores en los Juegos Olímpicos del 2022 será (en cierto modo ya lo es) enjuiciado por la historia como un hecho que determinó la ampliación geopolítica de la guerra de Putin.
Una guerra que comenzó entre Rusia y Ucrania, fue transformada por Putin en continental, y después, como consecuencia de la intromisión de China, en un conflicto de dimensiones mundiales. O en las palabras de ambos mega-dictadores, en un conflicto de Rusia y China en contra del occidente no geográfico sino político.
De tal modo que, pese a que Rusia con un inmenso despliegue militar solo ha logrado ocupar unos pocos kilómetros ucranianos (lo que de hecho ya es otra derrota militar) Putin puede vanagloriarse de haber aumentado las dimensiones geo-estratégicas del conflicto hasta llegar a darle un carácter mundial. O, en otros términos: la incapacidad militar de Rusia en Ucrania ha obligado a Putin a ampliar la zona del conflicto, pero al precio de subordinarse a los intereses geoestratégicos de China.
Es cierto que los objetivos que persiguen China y Rusia no son los mismos. China busca, a partir de la guerra en Ucrania, constituirse en país líder, no solo económico sino también político en el espacio mundial. Xi, lejos de ser un agente neutral -como imaginan Modi o Lula, Macron o Scholz– es un aliado objetivo de Rusia en el proyecto conjunto de debilitar militar y económicamente a Occidente a fin de crear una nueva hegemonía planetaria valiéndose del concurso de subpotencias anti occidentales, entre ellas Irán, Arabia Saudita e incluso Corea del Norte.
Una nueva arquitectura mundial escondida dentro del eufemismo llamado «multipolaridad», la que en la práctica significa la hegemonía de China en los organismos de representación internacional. Desde esa perspectiva, China –dicho cínicamente– necesita mantener la guerra en Ucrania hasta lograr erigirse, en un momento determinado, como garante de la paz mundial, pero dictando a Occidente y a Rusia sus propias condiciones. Ese es el «plan ucraniano» de Xi.
La Rusia de Putin de acuerdo a las ambiciones chinas, no puede perder, o por lo menos, no puede perder totalmente la guerra en Ucrania. Pero, por lo mismo, los EE UU, así como el conjunto de los países occidentales, no pueden permitir que Rusia gane la guerra en Ucrania. Esa y no otra es la razón por la que –a pesar de los ridículos llamados de Lula y el papa Francisco-–conversaciones de paz en torno al tema de Ucrania no son todavía posibles.
Estamos frente a una guerra de larguísima duración, ese ha llegado a ser el convencimiento de gran parte de los observadores políticos de Occidente. Eso quiere decir también que lo que está en juego no son un par de kilómetros cuadrados, como dijo Kissinger en un rapto de senilidad. Lo que está en juego es el orden geopolítico mundial. Un nuevo orden que probablemente no será el que busca China, pero tampoco el que buscan los EE UU, y mucho menos el que busca Rusia.
Putin dijo recientemente que el ejército de Rusia es invencible. Sobre todo –agregamos– si es apoyado militarmente desde Irán y desde esa fábrica de armamentos de China llamada Corea del Norte. Putin tiene razón. Pero lo que no dice es que el ejército de Ucrania, apoyado desde occidente, también es invencible. Del choque entre dos ejércitos invencibles no puede resultar un mundo mejor, eso lo sabemos todos. En esas condiciones nadie sabe si en estas alturas ya estamos en el borde del apocalipsis.
El precio que tuvo que pagar Occidente para derrotar a otro «ejército invencible», el de la Alemania nazi, fue enorme. Un precio no solo contable en millones de vidas, sino también en miles de kilómetros cuadrados europeos cedidos por la alianza occidental a la URSS de Stalin. Esos miles de kilómetros volvieron a ser europeos en tiempos de paz mundial de modo que hoy podemos decir sin problemas que Occidente fue el ganador de la Guerra Fría. ¿Cuánto espacio mundial quedará a merced de China después de la guerra en Ucrania? Nadie lo sabe. Pero sí sabemos que los espacios de Stalin no pueden ser medidos del mismo modo que los de Xi. Los de Stalin eran geográficos. Los de Xi, más que geográficos, son económicos. ¿Y los de Putin? Los de Putin no son espacios, son cementerios.
O, en otras palabras: cuando llegue el momento de las definiciones entre China y sus aliados, y los EE UU y sus aliados, Putin está destinado a ser el gran perdedor frente a China y frente a Occidente.
Putin no debe ganar, ese será el punto de partida de las negociaciones que alguna vez tendrán lugar entre Occidente, principalmente entre los EE UU (escoltados por las democracias europeas y sud-asiáticas) y China (escoltada por un ejército de dictaduras y autocracias asiáticas, africanas y, tal vez, algunas latinoamericanas). No obstante, precisamente el hecho de que Putin aparezca como perdedor, lo convierte en el punto más peligroso del futuro inmediato.
Pero de ese futuro no hablaremos hoy. Ese futuro pertenecerá a la historiografía solo cuando se convierta en pasado. Los destinos de la historia del futuro son inescrutables. Por lo menos hasta que suceden.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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