El largo bostezo, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Extrañamente, y por razones que no voy a obsesionarme en averiguar, me entero de la muerte aquí, en Barcelona, de un antiguo compañero del cuarto grado en el grupo escolar Miguel Villavicencio, allá en mi barrio de Caracas. No había mencionado jamás su nombre ni su imagen desde aquella mañana en el recreo cuando al borde de la escalinata que va hacia la segunda planta charlaba de lo más animado con Helen, la rubiecita delgada, ojos azules y dentadura imprecisa que al reírse hacía que sus incisivos centrales sobresalieran como si lucharan por llegar primero a la meta.
Por eso le decían «paleta», sutil metáfora que poseía dos lecturas, ya que comparaban sus dientes con las paletas de madera para comer helados en vasitos, al tiempo que describía la condición de su cuerpecillo, flacucho y plano como tabla para surfear. Pero así y todo yo adoraba a Helen. Como ella cursaba cuarto A y yo lo hacía en cuarto B, esos minutos del recreo eran preciados para retenerla hablándole tonterías que es lo que uno puede hacer a los nueve años.
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Hasta que ese martes apareció Lucio, a quien una maestra le calzó el apodo de Lucifer por lo travieso, peleón y burlista que era dentro y fuera del salón. Sin yo saberlo Lucio se ubicó detrás de mí y me imitaba sin hacer ruido una vez cuando yo hablaba con Helen. Hasta copiaba el movimiento de mis manos. Todo me parecía raro, pero igual como no sabía lo que pasaba no hice caso a las risas nerviosas y a veces sin control de Helen, no por lo que yo le decía, sino por lo que reproducía con sus gestos el malhadado de Lucio.
Hasta que no aguantó más y Helen repentinamente subió las escaleras sin contener la risa. Cuando volteo descubro al Lucio encarnando a Lucifer y premiándome con un largo bostezo como insinuando lo latoso que yo era.
No hubo más conversación al borde de la escalera. Helen hasta dejó de saludarme y yo con mis nueve años a cuesta busqué otra chica dispuesta a escucharme. Desde luego que como no colecciono recuerdos inservibles ese pequeño incidente pasó al vertedero. Hasta esta semana cuando en el grupo de WhatsApp alguien comenta que falleció un amigo en esta ciudad y al mencionar a Lucio Rivas salté con una expresión de sorpresa.
Nunca más nos habíamos topado en Caracas y ahora ya no podía saludarlo. Para quitarme la idea si se trataba de Lucio Rivas, el de la escuela Miguel Villavicencio pregunté al amigo de WhatsApp dónde lo velaban y allá me aparecí. En efecto, primera vez que vi a Lucio ya viejo, muy tranquilo, las manos anudadas en reposo sobre el pecho.
Me acordé del bostezo para burlarse de mí. No es justo que metamos a ningún Dios en esto, pero le dije en voz baja ¡coño, Lucifer!… lo que nos depara el destino. Entonces escuché que me llamaban y al voltear era Helen. Envejecida también como yo. Seguía delgada, el cabello había mutado a blanco y mantenía los ojos azulados, pero ahora era por la vejez.
Helen convertida en viuda de Lucifer. La abracé con fuerza por los minutos que me debía desde cuarto grado y por la inesperada noticia para mí pérdida de quien había fallecido era su marido.
Mientras la abrazaba hice esfuerzo para recordar el verso de un poeta que desconozco y que mencionaba algo así como «hemos vivido y viviremos en la memoria de aquel hombre». Lo miré por última vez y me marché.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España