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El lenguaje del cuchillo: La guerra a muerte (1814), por Ángel R. Lombardi Boscán



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La guerra a muerte
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A.R. Lombardi Boscán | @lombardiboscan | noviembre 1, 2018

@LOMBARDIBOSCAN


En la guerra la crueldad y ensañamiento sobre el enemigo fue una forma de arma psicológica y de propaganda para hacer mella sobre la moral del adversario. En un tipo de guerra donde no se tomaban prisioneros y la vida sólo dependía del valor físico y la destreza de los soldados en el uso de las armas blancas y las de fuego, contar con una elevada moral era algo clave; moral ésta que se alimentó de los ejemplos que daban los principales jefes en su comportamiento al frente de la guerra y que debía disuadir a muchos del nefasto mal de las deserciones.

Ir a la batalla era casi lo mismo que encontrarse con una muerte segura. Las deserciones se pagaban con el fusilamiento ejemplarizante para quienes les invadía el miedo, pero también los jefes de ambos ejércitos no podían darse el lujo de despreciar y aniquilar una fuerza que podía ser captada en su favor con los consiguientes ofrecimientos de recompensa y promoción.

Hasta el año 1815 las armas blancas fueron protagonistas sobre las de fuego. Las largas lanzas de los llaneros se convirtieron en instrumentos de guerra mucho más eficaces y mortales que los lentos fusiles de la infantería, cuyo mantenimiento óptimo trajo serios problemas. La vital pólvora muchas veces llegó a escasear, y para conseguir su ahorro, los ajusticiamientos no se hacían ya ante el pelotón de fusilamiento sino a lanzazos y machetazos.

A Bolívar no se le puede censurar por las consecuencias que trajo el decreto de “Guerra a Muerte” respecto a un mayor encarnizamiento en la guerra; existió en esto una responsabilidad compartida entre los dos adversarios

El bando republicano estuvo ansioso de ser reconocido como legítimo beligerante y no como una banda de rebeldes y delincuentes fuera de la ley. Y además, las leyes españolas y los hombres encargados de su ejecución dentro del bando realista, fueron en su mayor parte inescrupulosos e irresponsables en los castigos y las represalias sobre sus adversarios. En este sentido, es contundente el análisis que hizo Blanco-Fombona: “Para realizar grandes cosas se necesitan grandes medios. No es posible hacer un proceso a Bolívar y condenarlo sin remisión porque en un medio bárbaro ahorcase a los Zuazola o fusilase en retaliación a más inofensivos sujetos, que no podía materialmente conservar presos, ni menos libertar, sin prejuicio de la República. (…) Pero demos que Bolívar no fuera tierno. ¿Cuándo fue la ternura, virtud de conquistadores? El oficio de guerrero apareja la destrucción. Lo que hay que ver, para penetrar el alma de un soldado, es por qué, cuándo y cómo destruye. Este análisis lo resiste Bolívar”.

Resumiendo, podemos decir que las consecuencias que trajo el polémico “Decreto de Guerra a Muerte” son las siguientes:

– Responder a los actos de crueldad y represalias de los enemigos utilizando los mismos procedimientos.

– Convencer a los americanos que hasta ahora venían sirviendo bajo las banderas del Rey, la gran mayoría, a que se pasaran a la causa republicana, sinónimo ésta de una incipiente identidad venezolana en proceso de construcción.

– Bolívar procuró acabar con la confusión existente entre los combatientes en no saber distinguir la causa por la cual luchaban. Había que adquirir un estatus distinto al de “rebeldes” a favor de otro como el de “patriotas”.

– La “Guerra a Muerte” tenía que ejercer un efecto desmoralizador sobre los enemigos y un “llamado de atención” sobre los díscolos aliados en el propio bando republicano. Bolívar les enviaba un mensaje a sus compañeros de causa: él más bravo es el que manda.

Paradójicamente no fue Bolívar el principal exponente de la “Guerra a Muerte” en Venezuela, sino su más formidable rival en el año 1814, el asturiano realista José Tomás Boves, quien se encargó de llevar hasta las últimas consecuencias el terror sobre sus adversarios. Al decir esto no pretendemos decir que Bolívar fue menos feroz y cruel que éste, ya que hay evidencia de sobra que también lo fue en una misma proporción. Es una ingenuidad pensar que la guerra se podía ganar con “buenas intenciones” y pactos de caballerosidad entre unos combatientes que se empezaron a odiar a muerte y que se ofrecían regalos con las cabezas fritas de sus enemigos.

Es estéril seguir polemizando sobre qué bando y qué personajes fueron más crueles, viles y perversos; tampoco sirve de mucho establecer quién fue el primero en cometer las violaciones y atrocidades que hoy en día nos parecen inocuas, debido a un recuerdo bastante lejano y sepultado por el olvido o, en todo caso, modificado por quienes se han encargado de canonizar esos recuerdos.

En 1813 y 1814 la guerra venezolana adquirió una fisonomía de contienda civil en que los sentimientos e ideas de identificación a una cosmovisión del mundo quedaron puestos completamente en entredicho. El orden colonial estuvo completamente fracturado y los hombres que iban a la guerra lo hacían desde el desconcierto y la ignorancia de sus más íntimas suposiciones e ideales, en el fondo de lo que se trataba era de sobrevivir. Pero en esto tampoco debe haber algún equívoco, ya que la brutalidad de las huestes de uno y otro bando se dirimió por lo general en las zonas rurales, convirtiendo los grandes centros urbanos en espectadores alucinados de una realidad tanto brutal como surrealista a la que siempre asumieron con desconfianza y miedo. Es por ello que quienes sintieron cada vez más cercana esa amenaza y tuvieron los medios para hacerlo, no dudaron en marcharse lejos del país. Los realistas que se quedaron en las ciudades albergaron la creencia de que el Rey los iba a salvar de los bárbaros actos de infidencia cometidos por unos “malos españoles”. Esas esperanzas se pudieron hacer realidad cuando el general don Pablo Morillo desembarcó con su ejército en el año 1815; pero entonces las secuelas de la “guerra a muerte” que hasta el momento se había practicado negaron toda posibilidad de recuperar el antiguo orden. El mismo “Pacificador” no dudó en aplicar medidas de terror para restaurar el orden y paz alterados.

El año 1813 dio comienzo a la guerra de exterminio que despobló al país. La mayoría de los cronistas de la guerra hablan de 200.000 muertos entre un total de un millón de habitantes que tenía el país en 1800. Según Dauxión- Lavaysse, viajero francés que visitó al país en la víspera de la Independencia, en 1807 había 975.972 personas y cuando terminó la guerra, el censo elaborado en 1825 estableció el número de habitantes en 659.633, es decir, que 316.339 venezolanos desaparecieron entre muertos y exiliados en poco más de diez años de guerra.

Estas cifras sirven para confirmar que la guerra de exterminio que se practicó en el país instaló la violencia dentro de la sociedad venezolana, convirtiendo a la Costa Firme en la “América militar”, auténtico epicentro de la lucha entre monárquicos y republicanos.

Medir las consecuencias históricas de ese holocausto demográfico dentro de las modestas dimensiones de nuestra geografía es algo que pocos han tratado de estudiar. Todo lo que fue nuestro siglo XIX, caracterizado por los caudillos y las guerras civiles en una situación de atraso económico, no es más que el reflejo y consecuencia de esa tremenda ruptura que significó el paso de colonia a nación.

 

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