El líder, por Fernando Mires
La palabra lo dice: líder es quien guía. Por lo tanto, ser líder supone ser reconocido como guía en función de un objetivo y, por lo mismo, como alguien que conoce los medios para alcanzar ese objetivo. Dicho al revés, ningún líder puede ser reconocido durante largo tiempo si no conduce a ningún lugar o meta, hecho que exige de cada liderazgo la capacidad de establecer una relación coherente entre fines y medios. Puede haber medios equivocados para conducir a objetivos correctos, pero medios correctos para conducir a objetivos errados no puede haber.
El reconocimiento del líder como tal es el punto de partida. Apoyándonos en, pero sin seguir al pie de la letra a Max Weber, podríamos afirmar que ese reconocimiento puede provenir de la tradición, de un carisma o de una determinada racionalidad.
Visto así, el líder perfecto sería aquel que es tributario de tres vertientes: de una tradición cultural o religiosa, de cualidades o talentos personales y de una racionalidad que le permite conjugar objetivos y medios en un sentido predominantemente comunicacional. En los tres casos, el líder lo es gracias a su palabra, ya sea porque esta provenga del pasado (tradición) o porque señala con claridad el objetivo a cumplir o porque teje relaciones entre diversos actores a fin de alcanzar ese objetivo.
El líder que proviene de la tradición (puede ser un rey, un papa, un ayatolah, un mesías) pertenece al mundo de las sociedades pre-políticas. Su objetivo es resguardar el orden y preservar los valores que provienen del pasado. Pero eso no quiere decir que el líder político de los tiempos modernos no recurra a las tradiciones. Mas aún: cuando estas no existen, las inventan. Para poner un ejemplo, la mayoría de los líderes habidos en países latinoamericanos son conscientes de que actúan en un medio cuyo pasado poscolonial ha sido signado por la confrontación y la violencia, hecho que explica por qué ellos prefieren usar un lenguaje épico, incluso militarista, en contra de un gran enemigo -real o inventado- al que hay que derrotar sin piedad.
Podríamos afirmar que el clásico líder populista latinoamericano es un eslabón situado entre el líder de la tradición pre-moderna y el líder racional de la modernidad. Del primero hace suyo los mitos de una tradición real o supuesta. Del segundo, no olvida nunca su objetivo: el poder. La tradición a la que constantemente recurre (nación, patria, pueblo) solo en apariencias es irracional pues está puesta al servicio del poder que lo aguarda. En la escena latinoamericana hubo un trío clásico: Perón, Castro, Chávez. Los tres fueron seductores de masas, mitómanos y demagogos hasta el cansancio, pero extremadamente racionales a la hora de buscar el momento del poder. En otros términos, los líderes del populismo latinoamericano han sabido poner la irracionalidad de sus palabras al servicio de la racionalidad del poder.
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Sin un mínimo de racionalidad, un líder está condenado a fracasar, ya sea antes o durante el ejercicio de su poder. Uno de los casos más patéticos fue el del peruano Alan García cuando durante su primer mandato intentó presentarse como líder tercermundista negándose a pagar la deuda externa contraída por gobiernos anteriores. Las consecuencias económicas y políticas fueron desastrosas para el Perú.
En una dimensión mucho más grande, el fracaso histórico de Fidel Castro al intentar convertirse en líder de la revolución latinoamericana pasará a la historia de la psicopatía política. No solo dejó sierras y montañas de algunos países latinoamericanos pobladas con cadáveres. Además convirtió a Cuba en un desastre, tanto político como económico. Al final terminó destruyendo su propio liderazgo para terminar convertido en uno de los más crueles dictadores militares de Latinoamérica.
Somera revisión que lleva a deducir que un líder pierde su condición de líder cuando plantea objetivos imposibles de ser cumplidos, o cuando ya habiéndolos cumplido no se requieren liderazgos. Por eso ningún líder lo ha sido por demasiado tiempo. La mayoría de ellos han sido circunstanciales y sus liderazgos han durado el tiempo en que trabajaron para lograr su objetivo. A guisa de ejemplos: Winston Churchill dejó de ser líder después de la Segunda Guerra Mundial. Michael Gorbatchov dejo de ser líder con el fin del comunismo. Adolfo Suárez quien lideró la transición de la democracia a la dictadura dejó de ser líder cuando la democracia fue restablecida en España. Y así sucesivamente.
De tal manera, nos encontramos frente a una paradoja: un líder pierde su liderazgo cuando no cumple su objetivo pero también cuando lo cumple. La diferencia es que en el primer caso no será recordado como líder. De ahí que no sería errado hablar de líderes fracasados y líderes exitosos. Estos últimos son los que han aplicado los medios correctos frente a objetivos reales y posibles. En otras palabras, el fracaso de un liderazgo tiene mucho que ver con la carencia de racionalidad política.
Carismáticos, magnéticos, mesiánicos, los líderes han llegado a serlo no gracias a esas virtudes o defectos sino cuando han establecido la relación más adecuada entre objetivos y medios. Por lo tanto, el liderazgo, lejos de ser irracional, es expresión de racionalidad política. No existen líderes irracionales exitosos. Un líder puede hacer delirar a multitudes pero sin una adecuada racionalidad derivada de la lógica medios-fines es imposible que lleve a cabo una función conductora. Ha habido incluso líderes carentes de carisma: fríos, calculadores, sin la menor empatía personal, pero dotados de una extrema racionalidad. Uno de los más racionales, incluso racionalista, fue sin duda Lenin.
Lenin: sin voz ni prestancia de líder, muy lejos de poseer la oratoria vibrante de un Trotski, logró el poder (su objetivo) atravesando vericuetos, avanzando y retrocediendo y siempre pactando. No por casualidad Gramsci vio en Lenin la representación rusa del Principe de Maquiavelo. Del mismo modo, el conservador y ultracatólico Carl Schmitt lo presentó como reencarnación de la esencia de “lo político”. Sin escrúpulos no vaciló Lenin en retorcer las tesis de Marx sobre el papel del “proletariado”. Sin vacilar firmó acuerdos de paz muy desventajosos para Rusia (Brest Litovsk). Y sin complejos ideológicos afirmó que la tarea del partido no era construir el socialismo sino un capitalismo dirigido por el Estado (algo que entendió muy bien ese otro témpano llamado Putin). Para Lenin, la práctica destinada a la conquista del poder era la reina y la ideología su sirvienta.
Ha habido líderes menos fríos y calculadores que Lenin, pero todos se han dejado regir por el principio de realidad. Ni Gandhi ni Mandela fueron santos pacifistas, pero se dieron cuenta que la no-violencia suponía el primado de la política por sobre la guerra. Así abrieron la posibilidad de realizar alianzas nacionales e internacionales en aras de la conquista del poder. El primero usó todas las artes de la diplomacia frente a la Inglaterra colonial. El segundo logró llevar a mesas de negociaciones a líderes racistas como Botha y de Klerk. De más está decir, Gandhi y Mandela fueron brutalmente atacados por fracciones extremistas de sus propios partidos. Al igual que Walesa en Polonia.
Lech Walesa fue un líder de integración nacional. Por una parte surgió como representante de los trabajadores sindicalmente organizados (el sujeto histórico de los marxistas) pero por otra profesaba el catolicismo más tradicional. Supo retroceder cuando tuvo que hacerlo (golpe de Jarucelzki) aunque mantuvo conversaciones con la dictadura al precio de ser acusado de colaboracionista por no pocos de sus seguidores. Habiendo llegado la hora de negociar con los comunistas, les abrió incluso vías de co-participación en el gobierno. Nunca se dejó llevar por fantasías ni entregó la conducción de su movimiento a instancias extranjeras. Escuchó a todo el mundo, siempre estuvo atento al debate, pero no fue portavoz de ningún poder detrás del suyo. Pasará el tiempo y Walesa será recordado como uno de los líderes más completos engendrados por la cultura política occidental.
En síntesis: todo liderazgo político, con o sin cuotas de emocionalidad, supone un alto grado de racionalidad. Dicha racionalidad es puesta a prueba no por la infabilidad de un líder sino por su capacidad para rectificar errores a tiempo, aún a riesgo de romper con quienes una vez lo apoyaron. Eso implica su autonomía política. No es necesario que sea un genio, pero sí ha de ser un conocedor del arte de lo posible y no de lo imposible.
La política es representación. La representación política es siempre personal. Pero si la representación no representa a la realidad, ninguna persona, por muy dotada que sea retórica o físicamente, puede ejercer las tareas encomendadas a un líder. Tarde o temprano la realidad, diosa de la política, le pedirá cuentas.