El lujo del 10, por Gustavo J. Villasmil Prieto
«La calificación es el encuentro del joven con la justicia…»
Mario Briceño-Iragorry. El caballo de Ledesma (1942).
La medicina venezolana ha sido, históricamente, más grande que el país mismo. Así se lo leí una vez a Rafael Poleo hace muchos años, en alguna de sus columnas. A despecho de que se me tome por parcializado – que lo estoy, claro está- hay que reconocer que no es poca la evidencia que apoya tan contundente juicio. Del paisito insignificante que éramos y que tantos se empeñan en que volvamos a ser surgieron, a fines del siglo XIX y principios de XX, genios como el gran Pablo Acosta Ortiz –el bien llamado “Príncipe del bisturí”–y Luis Razetti, cuya reforma de los planes de estudio en nuestras facultades sacó a los estudiantes del pupitre y los metió de lleno en el único sitio en el que la medicina se puede aprender, que es donde se ejerce.
Si bien al siglo XX llegamos con retraso, como escribió Picón Salas, habría que decir también que en materia sanitaria lo hicimos por la puerta grande, de la mano de aquella magnifica generación médica que en 1936 fundara nuestra moderna sanidad pública diez años antes de que los ingleses la suya.
Por último, a partir de 1958, la «intelligentsia» médica venezolana pondría a este país nuestro y a su naciente democracia, acosada igual por militarotes que por barbudos, en los grandes podios de la medicina del mundo tras vencer la malaria, abatir la mortalidad materna y la infantil y sacar a la terrible tuberculosis del “top ten” de las causas de muerte en Venezuela.
Del desmadre sanitario actual en Venezuela no hay que abundar mucho. Tres sólidos estudios ofrecen una visión descarnada de nuestra situación actual, más allá de la “doxa” bobalicona e irresponsable de quienes aquí mandan: el estudio EVESCAM de 2017, que pone de bulto el peso de la enfermedades crónico-degenerativas – las cardiovasculares específicamente- en la epidemiología venezolana de estos tiempos, la Encovi de 2018, que nos muestra con números la vida que se nos está yendo y la Encuesta Nacional de Hospitales, que desde 2015 viene documentando de modo consistente el progresivo desmontaje de lo que fuera nuestra asistencia hospitalaria pública.
Sumemos a todo ello el drama de la Diáspora, documentado en los estudios del OVD, con 8 millones de los nuestros regados por el mundo llevando en sus mochilas la bendición que pudo el ser el bono demográfico que una vez tuvimos en las manos y que tanta falta hará ahora que nos llenamos de ancianos asomados por las ventanas preguntándose qué será de ellos. No menos de 30 mil médicos marchan en medio de tan inmensa grey.
Hoy no es raro ver cómo tanto colega venezolano destaca por el mundo, desplegando en medios más amables el talento que su propio país despreció. Se entiende entonces porqué se espera que más de la mitad de ellos jamás regrese.
Sostener a la Venezuela médica histórica, en cuyo seno estarán por siempre y para siempre integradas la medicina que se fue y la que aquí se quedó, será indispensable para la reconstrucción nacional pendiente tras dos décadas de demolición institucional a cincelazo limpio. El papel que en ello han de jugar nuestras facultades médicas será estelar. Facultades que han resistido como mejor han podido los chicotazos de un régimen que, como Millán de Astray, no duda en desenfundar sus pistolas ante el conocimiento y la cultura, como resisten también las embestidas de la anti- academia afanada siempre en perforar lo que nos queda de capital humano en un sector que, como el sanitario, está hoy por los suelos.
Dos son los desafíos que deben enfrentar nuestras facultades médicas hoy. El primero: reivindicar la medicina “de escuela”, esa que se enseña y que se aprende yendo y viniendo de la sala clínica al auditorio, del auditorio al laboratorio, del laboratorio a las bibliotecas y, finalmente, de vuelta a la sala clínica, para brindar al enfermo la mejor asistencia posible haciendo lo que hay que hacer y sabiendo por qué se hace. El segundo: resistir el embate de la anti-academia, preservando el escaso capital humano que les va quedando y haciendo sus mejores esfuerzos por protegerlo en términos de sus capacidades para generar y aplicar conocimiento de calidad. A tal fin, por aquello del “medice curate ipsum”, se hace necesario que nuestras facultades de medicina comiencen por “apretar tuercas y tornillos” puertas adentro, cuidando al extremo lo concerniente a la calidad de la formación médica que ofrecen.
Las recientes e insólitas denuncias de algún adolorido alumno de postgrado reprobado en sus evaluaciones ponen en evidencia el riesgo latente de que, a fuerza de presionar vía las redes sociales o los tribunales, la anti-academia imponga el relajamiento de los estándares exigibles a quien aspire a titularse como médico-cirujano o especialista. Porque se ha puesto de moda que el «raspado» recurra a la vía judicial o al escarnio para ganar en los estrados o ante la opinión pública lo que no logró ante el jurado examinador.
Así las cosas, pareciera que ahora todo aquel que no alcance el socorrido «diez es nota y lo demás es lujo», podrá contratar a algún necesitado tinterillo que por algunos pocos billetes haga que lo gradúen de magister o doctor, no importa si con poca ciencia.
Desde los tiempos anteriores a la República, la gran tradición médica venezolana de la que somos hijos ha dejado claro que el examen ante el jurado calificador es norma para aprobar, ser promovido, ascender en el escalafón docente o acceder a los distintos grados académicos. ¡El doctor Vargas y hasta el beato José Gregorio Hernández, cada uno en su día, enfrentaron solemnes a sus respectivos jurados examinadores para ganar sus títulos! Nunca ha sido tolerado por la academia médica venezolana que nadie, por audaz, poderoso o «vivo» que sea, pretenda saltarse a la torera los requisitos de grado. Porque ni «diez es nota» ni la excelencia académica «lujo» en nuestra noble tradición médica.
Como egresado de nuestra querida Facultad de Medicina, me pongo al lado de su decano, profesor Mario Patiño Torres, y de su Consejo en la defensa que ejercen del rigor y de la excelencia como normas medulares alrededor de las cuales se ha de ordenar su vida académica. Ni el famoso, ni el «palanqueado», ni el «mediático», ni el «piratón», ni «el hijo de…»: el que no apruebe y demuestre las competencias exigibles al grado al que aspira, no se gradúa. Y punto. En la UCV, lo que “natura non da”, ni Salamanca ni las redes sociales «lo prestan». No menos cierto es lo contrario: todo aquel que demuestre suficiencia académica y satisfaga los requisitos de aprobación, promoción y grado, recibirá el trato ecuánime que le garantiza la normativa que nos rige como la universidad republicana que somos desde 1827. Sea quien sea.
Porque jamás nuestras facultades aceptarán egresar a sangradores por cirujanos, a «sobadores» por traumatólogos ni a «imponedores de manos» por pediatras o internistas. ¿Aspira usted a titularse en esas u otras disciplinas médicas? Se la pongo fácil: estudie. Y demuestre lo que sabe ante el jurado que lo examine.
No hay –ni habrá – otra. El examen académico ha sido y es, en palabras del gran Briceño Iragorry, el encuentro del estudiante con la justicia. Prepárese para él todo aspirante a grado en nuestra Facultad. Porque en la UCV, ni diez «es nota» ni la excelencia «lujo».
*Lea también: El sueño de mi padre, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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