El miedo y la amenaza global, por Sixto Medina
Corren tiempos duros para una humanidad acorralada por el Covid-19. La vida cotidiana desarticulada. Aislamiento, cuarentena, distancia social y esa sensación casi distópica que tenemos al ver las noticias de cada día. Demasiados muertos. Demasiados infectados. Poblaciones con miedo.
“El siglo del miedo”. Así designó Albert Camus al siglo XX. Pero bien valen sus palabras para lo que va del actual. El nuestro sigue siendo un mundo en manos del miedo.
Fue también Albert Camus quien supo brindarnos en su novela La peste, un escenario de conflictos en los que podemos reconocer la atmósfera agobiante de estas horas.
El asalto imprevisto y devastador que sufre nuestra especie por parte del coronavirus prueba que el miedo no se origina únicamente en los males desencadenados por el hombre. Somos criaturas subordinadas a más leyes que las establecidas por la razón y las pasiones. Estamos expuestos a riesgos y formas de exterminio que no sólo provienen de imposiciones y del desprecio por la convivencia pacífica y los derechos humanos.
Unos y otras se derivan también de nuestra fragilidad orgánica. De las enfermedades a las que somos propensos y que se suceden a lo largo de la historia con una misma intención aniquiladora.
A muchas el ingenio humano ya ha sabido vencerlas tras pagar el alto precio de muertes incontables. A otras, aún no. Entre ellas está la pandemia actual. Su paso entre nosotros sigue siendo el de los Jinetes del Apocalipsis.
¿Qué la detendrá? ¿Hasta cuándo el miedo tendrá la última palabra? Todos confiamos en que esto pasará. En algún momento la vida se volverá a normalizar y tendremos que luchar contra los efectos de todo esto. Porque ya nada será igual, ni la economía ni la política ni muchos de nuestros hábitos. Tenemos mucho por hacer. Para enfrentarnos a lo que nos está cayendo encima. Y también para prepararnos para el día después.
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La ciencia aún nos ofrece amparo. No sólo estamos ante una peste inédita. Estamos también, y ante todo, frente a una peste que se muestra por el momento invulnerable a una derrota. Ensañada básicamente, con la población de más edad, ataca sin embargo indiscriminadamente. El coronavirus es también infanticida.
Enferma indistintamente y mata selectivamente. La aparente precisión del nombre que lo designa, Covid 19, no lo transparenta. Como el virus es invisible a simple vista, el miedo que despierta recae sobre sus posibles portadores. Reales o virtuales, lo somos todos. Y todos hemos pasado a ser sospechosos para todos. Los gestos más afables pueden ser los portadores del mal más profundo.
Ya nadie puede asegurar que sabe con quién está. Ni siquiera cuando se refiere a sí mismo. Así, el otro, incierto desde siempre, se convierte en una nueva amenaza. Peligrosidad ya no es ideológica ni étnica ni religiosa.
El otro es ahora un organismo peligroso. Su proximidad compromete nuestra subsistencia. El miedo paraliza la relaciones que hasta ayer fueron espontaneas. La vida cotidiana se disuelve en la incertidumbre. No obstante las circunstancias exigen que actuemos solidariamente. Nada asegura que lo hagamos pero todo lo reclama. La peste no deja margen para más. Es ella o nosotros.