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El migrante: un desciudadano, por Luis Gómez Calcaño



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Opinión TalCual | diciembre 22, 2020

Facebook: Luis Gómez Calcaño


Ser ciudadano es, según dicen las constituciones, pertenecer a una comunidad política que nos protege y nos exige. Sin embargo, en Venezuela esa palabra fue adquiriendo un sentido paralelo y negativo. Cuando alguna autoridad pretende reducirnos al anonimato, cuando no nos quiere reconocer con el mínimo respeto de llamarnos “señor” o “señora”, nos interpela y nos dice: “ciudadano, la cédula”, iniciando una cadena de interacciones que muchas veces termina mal. Pero cuando se pierde hasta esa mínima expresión simbólica de la pertenencia, cuando el título de “ciudadano” es más un riesgo que una garantía de protección, porque se ha desligado completamente de las garantías formales ofrecidas, se entra plenamente en los procesos de desciudadanización. La palabra es fea, pero la realidad que designa lo es más aún. El término ha sido muy usado por los críticos del neoliberalismo para denunciar la pérdida de derechos sociales atribuida a las reformas que pretenden someter la vida social a la lógica del mercado; pero también es aplicable al despojo sistemático de los derechos civiles y políticos que emprenden los regímenes autoritarios.

Dejar de ser ciudadano es replegarse a una vida “privada”, en el mal sentido de la palabra:  privada de derechos.

Es perfectamente posible ser individuo, padre de familia, trabajador y fanático del béisbol sin ser ciudadano. Es posible, pero implica hacer ciertas concesiones: cocinar con leña, hacer colas de varios días por gasolina, ser obsecuente con la autoridad que controla el acceso al surtidor, a las cajas de comida, al hospital. Pero ni siquiera ellas garantizan vivir: eso dependerá del azar de los suministros médicos, de si el asaltante está de malas o si al torturador se le pasa o no la mano.

El desciudadano, después de haber dicho muchas veces, indignado, “no hay derecho”, termina por darse cuenta de que sí, tiene razón, no hay derecho ni derechos, y de tanto estar indignado ya no sabe qué es la dignidad; decide arreglárselas por su cuenta, “resolver” por aquí y por allá.

*Lea también: Arcabuces y sombreros de copa, Por Simón García

El desciudadano sabe que las reglas de juego ni siquiera son las de la jungla, donde quién se come a quién está determinado por un ecosistema estable y predecible, sino algo mucho peor: son las de una jungla donde los predadores han destrozado el equilibrio entre las especies, en nadie se puede confiar y cualquier acuerdo dura hasta que convenga traicionarlo. La otra cara de la desciudadanización es que no solo se pierden los derechos sino los deberes: el desciudadano es un criminal en potencia porque no encuentra límites legales ni éticos en su lucha por sobrevivir.

Su lema podría ser: “¿Y a mí qué?”. Traficar drogas, armas o personas se hacen prácticas habituales donde convergen actores privados y públicos que se protegen y refuerzan mutuamente.

El desciudadano ya no recuerda qué es la política: era algo que hacían los políticos y en lo que alguna vez participó cuando lo convocaban. La vieja frase “yo no tengo tiempo para estar metido en política, tengo que trabajar, tengo que buscar la comida para mis hijos” está más vigente que nunca; en lugar de una excusa de quienes evaden el compromiso, es ahora una verdad urgente y reforzada por el miedo.

El emigrante venezolano de los últimos años es un desciudadano por definición: ha dado el último paso que le faltaba para reconocer que se han roto los lazos que le unían a los derechos formales que le da la Constitución y obligaban al Estado frente a él. De hecho, su nacionalidad se convierte en un obstáculo más que en una protección, desde el momento en que le es casi imposible obtener una simple cédula de identidad, por no hablar de un pasaporte. Aunque hay convenciones internacionales que lo protegen con palabras grandilocuentes, su condición de extranjero le limita de entrada buena parte de sus derechos. Dependerá de la buena voluntad, más que de las leyes, de los países de recepción el reconocérselos.

En su obra Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt se ocupó del tema de los desplazados por las revoluciones y guerras de la primera mitad del siglo XX, destacando que la noción de derechos humanos surgió inicialmente ligada a la pertenencia a comunidades nacionales, por lo que los millones de personas que habían perdido su nacionalidad al huir de la opresión bolchevique o nazi no encontraban una base jurídica para el reconocimiento de sus derechos; peor aún, sus propios gobiernos se los habían ido arrebatando gradualmente hasta convertirlos en parias, lo cual había hecho de la emigración una huida para salvar la vida más que una decisión libre.

En el caso de los emigrantes venezolanos, algunos países receptores se han resistido a calificarlos como “refugiados”, ya que consideran que son ante todo migrantes económicos y no perseguidos por las causales que indica la Convención Sobre el Estatuto de los Refugiados: “raza, religión, nacionalidad, membresía de un grupo social o de opinión política en particular”.

Es cierto que la Declaración de Cartagena, de 1984, considera refugiados “a las personas que han huido de sus países porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la  agresión extranjera,  los  conflictos  internos,  la  violación  masiva  de  los  derechos  humanos  u  otras  circunstancias  que  hayan  perturbado  gravemente el orden público.” Pero ella no es vinculante y solo ha sido ratificada por algunos países latinoamericanos.

Los migrantes venezolanos huyen de la violación masiva de sus derechos humanos, que ha sido constatada por numerosas fuentes nacionales e internacionales; sin embargo, el reciente caso de los que perdieron la vida al ser devueltos de Trinidad y Tobago muestra que tanto para el régimen de ese país como para el de Venezuela, ellos no eran ciudadanos, no tenían derechos, ni siquiera el derecho a la vida. El Comisionado de la Secretaría General de la OEA para la crisis de migrantes y refugiados venezolanos, David Smolansky, ha denunciado la deportación de refugiados coordinada por ambos gobiernos: es una repetición siniestra de las que efectuaron muchos países europeos cuando deportaban judíos a la Alemania nazi y emigrantes rusos y de otros países bajo dominación soviética a sus lugares de origen.

Con o sin coordinación, lanzar al mar a refugiados conociendo el riesgo para sus vidas no solo califica como delito de lesa humanidad, sino que más allá de lo formal, retrata la vileza de ambos regímenes y de sus dirigentes.

Luis Gómez Calcaño es Sociólogo-UCV, máster en Planificación del Desarrollo. Investigador emérito del CENDES-UCV.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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