El Nazareno contra los virus, por Gregorio Salazar
Una suculenta sopa de murciélago, un guiso de culebra anfibia o un estofado de gato montés, todavía no se sabe bien cuál era el platillo que llevaba en mente el chino o la china que salió del populoso mercado de Wuhan cargando en su cesta al portador del COVID-19, un virus que tiene nombre de robot, pero que vino a resultar un coloso invisible de moco y baba que ha paralizado el planeta.
De allí en adelante todo fue toser, estornudar y expeler chispazos de saliva y viscosidades pulmonares que, dicen los científicos, eslabonaron una gigantesca cadena bacteriana, una confabulación de células calciformes (ni me pregunten) que se coló por todos los circuitos económicos hasta irrumpir en escenarios tan privilegiados y asépticos como las bolsas del mundo y derrumbar los portafolios de acciones más prudentes y mejor estructurados.
Vea usted qué poca cosa somos los mortales. Las ciudades más atractivas del mundo se vaciaron, los más fastuosos escenarios y las otrora vibrantes graderías deportivas han quedado desoladas, al contrario de las salas mortuorias que son ahora uno de los sitios más concurridos y animados y uno de los negocios mejor cotizados.
Quién hubiera podido imaginar el desconcierto que hoy dobla las orejas de Mickey Mouse, abandonado por sus millones de fans, o la soledad que rodea a San Pedro en su espléndida basílica, o a los corceles de la Fontana de Trevi o a la venerada armazón de la torre Eiffel. Los amantes del cine de distopías han tenido toda una obra maestra ante sí, en vivo y directo. Contagio, pánico, quiebra y más pánico es la ruta que llevamos.
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Qué odiosas son esas máximas populares que uno tiene por ridículas hasta que inexorablemente se cumplen y no queda otra cosa que rumiar tildándolas de pavosas. Lo digo más que todo por los venezolanos. Hoy, tristemente, nos toca recordar que “las desgracias nunca vienen solas”: justo cuando el mundo se ahoga en un mar de fluidos infectos el rey de Arabia Saudita declara una guerra de precios petroleros y, por lo visto, el barril del crudo pronto valdrá menos que un barril de moco. Con más razón el nuestro que es más espeso, o más pesado como dicen los técnicos.
El contrasentido radica en que lo esperable era que la lumpia se la fumaran los chinos y no los señores árabes, a menos que un porro de repollo relleno de carne camellar o de roedores del desierto tenga los mismos efectos alucinógenos. Este loco nos termina de empujar al barranco justo a nosotros, que estamos como murciélagos sancochados.
Hasta esta semana y cuando ya el coronavirus, nombre más popular de la enfermedad, había sido declarado pandemia Venezuela seguía siendo una tierra supuestamente virginal, a salvo del flagelo. Si algún símil cabe es que esa alegría de tísico se disipó el viernes cuando oficialmente se informó de dos casos venidos en un vuelo de Iberia y se especulaba de otros en Zulia.
Un día antes, Maduro había anunciado “la emergencia permanente de todo el Sistema de Salud” (?). Bueno, que la emergencia de los 26 hospitales nacionales es permanente y de vieja data lo sabemos de sobra los venezolanos. De modo que lo mismo hubiera sido que anunciara el hundimiento del Titanic, que se pandeó la Torre de Pisa o que se incendió el Hindenburg. Vaya caliche.
Por eso mismo es que frente a la pandemia Venezuela está considerada uno de los países de más alta vulnerabilidad. ¿Cómo podremos en las condiciones de caos a las que nos trajo lo que los radicales bautizaron “la peste roja” contener la propagación vertiginosa del virus chino? Aturde pensar en las horas que vendrán.
Maduro habló de la emergencia, se quejó del petróleo a $ 23 y tal vez por eso mismo, mientras todo los países están destinando una buena cantidad de recursos para combatir el flagelo, no nos ofreció ni medio Petro devaluado.
Dijo, sí, que lo chinos enviarán un sobrante de muestras médicas para diagnosticar la enfermedad. Peor es nada, dice otra máxima pavosa.
Se han paralizado las clases y las concentraciones humanas, sobre todo sin son de la oposición, pero curiosamente no el servicio del metro. Uno que lo padece en su hacinamiento, su insalubridad, la condensación de humores y de olores parecidos quizá a los que se respiraban en el mercado Wuhan, cree que esa es una medida urgente, con todo y que significa paralizar Caracas y por extensión los valles del Tuy y hasta más allá. De otro modo tendremos que apodarlo “el gusano mortal”, título que vendría bien para un film sobre la distopía criolla.
Imaginando el futuro inmediato, uno ve la cercana Semana Santa plena de imágenes surrealistas que ni salidas de la mente del anticlerical Buñuel: El Nazareno de San Pablo más solo que Mickey Mouse, suspendidas las procesiones que parsimoniosamente han atravesado esta urbe desde los tiempos coloniales, a la quiebra los vendedores de velones, incienso, rosarios y estampitas de santidades.
Con todo y eso, yo que no soy ningún modelo de devoto, prefiero encomendarme al Nazareno de San Pablo que a Maduro.
Al fin y al cabo es leyenda que la noble y antigua figura venida de Sevilla ya salvó a este pueblo de otra terrible epidemia, tanto que a decir de Andrés Eloy, “por exceso de trabajo se abreviaba la absolución”. Miracielos, una tapia, un limonero, en la frente de la imagen “un rebote de verdor” y al grito: “¡Milagro…!, veinte manos arrancaron la cosecha de curación”.
Claro, no todo hay que dejarlo a la fe, que la ciencia sabe lo suyo. En prevención del Coronavirus haga gárgaras de agua tibia con sal y Povidine o Metadine y si le disgusta lo salado páselo con una cerveza fría. Le aseguró que no le va a pesar, sobre todo la segunda fase del tratamiento.
Y para combatir ese flagelo que nos aqueja desde hace veinte años, no apelaremos al “Señor, Dios de los Ejércitos”, porque aquí a cualquiera por menos lo acusan de golpistas, pero sí vale la pena unirse en la acción y levantando el optimismo hacerle, como los caraqueños de antaño, un guiño al Nazareno y parafrasearlos con fervor: “¡La peste (roja) aléjanos, Señor!”.