El Occidente de Vladimir Putin, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Dijo Vladimir Putin en su ya legendario discurso pronunciado en el estadio olímpico Luzhniki de Moscú (18.03.2022):
«Occidente está intentando dividir a nuestra sociedad, está especulando con nuestras bajas (en la guerra) y las consecuencias socioeconómicas de las sanciones, y está provocando una confrontación civil en Rusia y utilizando a esa quinta columna para conseguir ese objetivo. Y hay un solo objetivo, del que ya he hablado, la destrucción de Rusia.
Pero cualquiera, y en especial el pueblo ruso, podrá distinguir a los auténticos patriotas de la chusma y los traidores, y simplemente los escupirá como si fueran una mosca que ha entrado en la boca.
Estoy convencido de que esa necesaria y natural autopurificación de la sociedad fortalecerá a nuestro país, nuestra solidaridad, nuestra cohesión y nuestra capacidad para responder a cualquier desafío».
Pocas veces las palabras han sido tan reveladoras. Con ellas, Putin ha cavado una zanja. Su guerra a Ucrania no es a Ucrania, lo dice el mismo, sino a Occidente. Ucrania, en su lenguaje alucinado, es solo una representación de Occidente. Luego, la invasión a Ucrania no tiene mucho que ver con el avance de la OTAN –Zelenski ha dicho varias veces que Ucrania no pertenecerá a la OTAN– sino porque en ese país ha tenido lugar un proceso de occidentalización. No la OTAN sino la democracias que cobija militarmente la OTAN es lo que está en proceso de expansión.
Como dice Putin, emulando al repertorio de Hitler, su lucha es «por la necesaria y natural auto purificación de la sociedad». Purificación lo traduce como desnazificación, palabra inventada por su consejero de cabecera, Alexandr Dugin. Quiere decir: des-occidentalización.
Occidente, según la visión putinista, es impuro. La sangre derramada en Ucrania lavará las impurezas occidentalistas que la contagian. La de Putin –según el cavernario Pope, Kiril- adquiere las características de una guerra santa, de una cruzada, de una Yihad de la ortodoxia asiática.
¿Por qué odia Putin a Occidente? Pregunta que solo puede ser respondida con otra: ¿Qué es Occidente? Occidente no es el Oriente, pero eso no nos dice nada. Pronunciado en lenguaje político, tampoco es un punto geográfico.
Occidente, lo sabemos todos, ha llegado a ser el significante de muchas naciones que han hecho suyos determinados principios, entre ellos, un estado de derecho, la independencia de los poderes públicos, libertades como las de opinión, de culto, de prensa y de movimiento, elecciones libres y democráticas, parlamentos que procesan el debate público.
¿Occidente es entonces la democracia? En gran medida lo es, pero Occidente es algo más que la democracia. En términos escuetos: todas las naciones democráticas son occidentales y todas las naciones occidentales son democráticas. Pero Occidente es más que la suma y síntesis de todas las naciones que lo constituyen. Occidente es más bien una tautología: Occidente es la historia de Occidente, y eso quiere decir: Occidente es lo que ha llegado a ser Occidente y, más aún: lo que puede llegar a ser en el curso de su historia. La nación occidental, dicho con uno de los fundadores de la socialdemocracia austriaca, Otto Bauer, es una «comunidad de destino». «Una idea», agregaría a su modo, Ortega y Gasset:
Efectivamente, la historia de Occidente no es una historia en sí, sino la historia de las naciones en las que la occidentalidad anida. Ahí reside la diferencia entre una nación occidental y otra que no lo es. La segunda, la nación no occidental; ha sido entendida por Putin de acuerdo a las lecciones que le inculcara el oscurantista filósofo del anti-democratismo ruso, Alexandr Dogin: una unidad territorial cuyos habitantes están vinculados por un lenguaje, una tradición, una cultura y una religión común. En cambio, la nación occidental se define fundamentalmente por otras propiedades, entre ellas: el territorio, un estado constitucional, un historia común y su acreditación en las Naciones Unidas.
De acuerdo a la concepción arcaica y etnológica de Putin, Ucrania es una simple prolongación natural de Rusia, un territorio puesto a disposición de su imperio. Así lo dice con fe ciega:
«Permítanme enfatizar una vez más que Ucrania para nosotros no es solo un país vecino. Es una parte integral de nuestra propia historia, cultura, espacio espiritual (discurso 21.02 2022)
Y en su largo artículo La Unidad histórica de Rusos y Ucranianos (2021), escribía el gobernante: Confío en que la verdadera soberanía de Ucrania sólo es posible en asociación con Rusia. Nuestros lazos espirituales, humanos y civilizatorios se formaron durante siglos y tienen sus orígenes en las mismas fuentes, se han endurecido por pruebas, logros y victorias comunes. Nuestro parentesco se ha transmitido de generación en generación. Está en los corazones y la memoria de las personas que viven en la Rusia moderna y Ucrania, en los lazos de sangre que unen a millones de nuestras familias. Juntos siempre hemos sido y seremos muchas veces más fuertes y exitosos. Porque somos un solo pueblo.
*Lea también: En política, hoy no siempre gana el mejor, por Ángel Monagas
Sin embargo, de acuerdo a una concepción moderna, a la que apela el mismo Putin, Ucrania como nación nunca podría definirse «por lazos humanos, espirituales, civilizatorios», ni mucho menos por «lazos de sangre». Lo que caracteriza a una nación moderna es una Constitución, la existencia de partidos políticos, la práctica de elecciones libres de acuerdo al principio de la alternancia en el poder, y la mantención de una –aunque sea breve– historia forjada por revoluciones y elecciones. Y no por último, hay que subrayarlo siempre, el reconocimiento internacional a través de instituciones como la UE y la ONU. Esa es una nación política a diferencia de una nación cultural o pre-política, como es la de Putin. Las credenciales de Ucrania son y serán la de una nación independiente de Rusia.
Por lo demás, la propia invasión rusa ha terminado por crear lo que Putin niega a Ucrania: un sentimiento de nacionalidad muy profundo. Así como el sentimiento de pertenencia nacional fue creado en el pueblo judío por las constantes persecuciones a que ha sido sometido, la guerra y la invasión a Ucrania ha creado una idea de nacionalidad cuya principal afirmación es su negación a Rusia, una radicalmente opuesta al asiatismo despótico representado por Putin. Quiero decir: aunque Putin logre someter a Ucrania, nunca los ucranianos se sentirán miembros de Rusia. Cultural y emocionalmente su población se ha constituido como un pueblo, el pueblo en ciudadanía y la ciudadanía, en nación.
La Rusia de Putin es y será para los ucranianos; representación de la barbarie. Y el mundo occidental, representación de la civilización. No ser rusos ha pasado a ser, después de la sangrienta invasión, un sinónimo de ser ucraniano, y ucraniano, una forma de ser occidental. Putin, digamos con descaro, ha fundado con su maldita guerra, a la nueva nación ucraniana.
Putin, como Stalin ayer, ve en Occidente un peligro existencial. De acuerdo a su mentor ideológico, Dogin –quien iniciara su carrera política como miembro fundador del «partido nacional-bolchevique» (variante semántica del nacional-socialismo pre-hitleriano)- Occidente simboliza a la decadencia. La tesis no es nueva.
De acuerdo al libro clásico de Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente (1923), Occidente ha entrado a su fase de decadencia. La misma opinión sustentará otro clásico, Arnold Toymbee en su famoso A Study of History (1934-1961) para quien las culturas, también la occidental, están destinadas a perecer cuando no se encuentran en condiciones de responder a los desafíos de la historia. De dos autores eslavófilos, Ivan Illyn, y más recientemente, el ya citado Dogin, se nutre la tesis del naturalismo histórico cultural del anti-occidentalismo ruso.
Según la fundamentación de esa tesis, las culturas son cuerpos colectivos sometidos a las mismas leyes que los cuerpos biológicos: nacen, se desarrollan, pasan por la juventud, alcanzan la madurez y, al final, decaen, mueren, o son absorbidas por otras culturas. Por lo tanto, las culturas se encuentran en permanente conflicto consigo mismas y por eso, con otras culturas. Afirmación popularizada por el ya también clásico Samuel Hungtinton (The Clash of Civilizations, 1996). No obstante, la afirmación de Hungtinton sería correcta solo si aceptamos que Occidente es «una» cultura. Y bien, justamente ahí yace la diferencia entre Occidente y las demás culturas: Occidente, si es una cultura, es y será una cultura solo si permite en su seno la existencia de otras culturas.
Occidente nunca ha sido monocultural: nació de un cruce entre diversas vertientes religiosas y culturales: la religión de los judíos, la prédica anticanónica de Jesús y Paulo, la filosofía griega (sobre todo la platónica-socrática) y el derecho romano desde donde tomó forma y figura el principio del estado secular, hoy hegemónico en el mundo occidental. Visto entonces el tema en contra de la perspectiva de Spengler, no se trata de que Occidente esté en decadencia, sino de todo lo contrario: la decadencia es una forma de ser de Occidente.
Occidente, desde Atenas hasta ahora, ha caído y decaído muchas veces. Pero la llama de la luz ateniense continúa ardiendo no solo al exterior sino también al interior de las naciones occidentales e incluso de las no occidentales. En cada lucha democrática nace un proyecto de Occidente. Bajo cada dictadura, despótica, o simplemente autocracia, decae Occidente. Como en Ucrania: cuando sus habitantes luchan por sobrevivir físicamente, libran, desde una visión macro-histórica, una guerra desgarradora entre la democracia occidental y la barbarie rusa que busca imponer Putin.
No deja de ser notorio: mientras menos democrática es una nación, menos occidental será. En ese mismo orden, mientras menos democrática, mayores serán las posibilidades del imperio ruso para expandir su poder mundial. Eso quiere decir que la contradicción política de nuestro tiempo, la que avistara a nivel mundial el presidente Joe Biden, entre democracia y autocracia, tiene lugar no solo entre naciones sino al interior de cada una de ellas.
Allí donde late nuestro deseo de ser libres, comienza a nacer Occidente. Allí donde emerge la autorepresión, la culpa y el castigo, brota el no-Occidente. Allí donde prima el principio de muerte crece la anti-occidentalidad. Allí donde triunfa el de la vida –para decirlo en el sentido teológico de Paulo de Tarso– muere la muerte.
En el fondo de nuestros corazones, muchos somos hoy ucranianos.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo