«El olor de sus ovejas», por Gustavo J. Villasmil-Prieto

«Habemus papam», exclamó el cardenal protodiácono Jean-Louis Pierre Tauran pasadas las siete de la noche del 13 de marzo de 2013 dirigiéndose a la multitud desde el balcón que da a la plaza de San Pedro. Presentaba ante la ciudad y el mundo – «urbi et orbi»- a quien habría de suceder al gran Benedicto XVI como Vicario de Cristo. «Mis hermanos obispos fueron a buscarme al fin del mundo», fue lo primero que exclamó, con rostro sorprendido, Jorge Bergoglio, el cardenal arzobispo de Buenos Aires electo Papa y que en adelante se haría llamar Francisco.
Durante los 12 años de su pontificado no dejó Francisco de recibir pedradas de uno y de otro lado, los más desde la Iglesia misma. Hubo quien le tildó de comunista. Recuerdo que lo mismo solía decirse de monseñor Hélder Câmara, el titular de la diócesis de Recife, en Brasil al que llamaban el «obispo rojo». «Si le doy pan al pobre van y dicen que soy un santo», dijo una vez, «pero si pregunto porque el pobre no tiene pan, entonces van y dicen que soy un comunista». Cosas de la vida: «Don Hélder», como era conocido familiarmente entre la feligresía pobre de las parroquias de Pernambuco, en el sufrido nordeste brasileño, va hoy camino a los altares.
No faltó tampoco quien expresara su descontento con Francisco por no «modernizar» suficientemente a la Iglesia. La Iglesia no tiene que ser moderna, sino fiel a la verdad evangélica y en ella hay que perseverar por impopular que parezca a los tantos grupos de interés en torno a ella «así volvamos a ser 12», como se dice aseveró una vez San Juan Pablo II. Hubo también quien le reprochó haber sido «un papa sin estética y, por tanto, sin ética», acusándole de «trivializar la liturgia y el misterio». Tan increíble refraseo del célebre «dictum» de José María Valverde se lo leí recientemente a un periodista español, Rubén Amón, en artículo de su autoría publicado en la revista «Ethic». Supongo que el escribidor de marras no ha de ser católico.
Porque el misterio de la muerte y resurrección del Señor que por estos mismos días celebramos y que recordamos en cada eucaristía no se agota en las fórmulas litúrgicas, por antiguas y venerables que sean y porque la Palabra no es un mero discurso sino palabra viva cuya Buena Nueva hay que salir a anunciar más allá de los púlpitos, por esos caminos del mundo en el que vive y padece la inmensa grey de los hijos de Dios.
En lo que a Venezuela respecta, también abunda por allí quien haya dicho que Francisco fue indulgente con el régimen o cuando menos no lo suficientemente «duro». Hasta don Felipe González, de tan respetables opiniones sobre nuestro drama, aparece coincidiendo en ello. Más o menos lo mismo se decía en el Chile de principios de los 70 del cardenal Silva Henríquez, cuando cierta organización ultracatólica devenida hoy en congregación religiosa le acusó a él y a buena parte del episcopado chileno de encabezar una «iglesia del silencio» obsecuente con el régimen de Allende. A la postre, la proverbial prudencia del gran purpurado chileno y su permanente apelación al «alma de Chile» habrían de jugar un papel clave en la transición a la democracia en aquel país.
Se despidió Francisco con un mensaje pascual que ha de marcar la agenda del católico de hoy. Los grandes dramas del mundo reclaman el testimonio sin dobleces de todo aquel que se llame a si mismo seguidor de Cristo y que atendiendo al llamado recogido en Mt 16, 24-28, «cargue con su cruz» confundido entre las ovejas de su rebaño. Oponer la fuerza y la belleza de la liturgia a la imperiosidad de tan radical llamado no puede ser de buenos cristianos.
Mientras dos guerras se libran hoy en el mundo, no les faltaron críticos a los zapatos gastados de Su Santidad. La temida «bomba M»– «M» de miseria– denunciada en aquellos textos de Dom Hélder Câmara que tan profunda huella dejaran en mi espíritu adolescente, estalló por los aires dejándonos su doloroso reguero de pobres forzados a migrar y contra quienes las sociedades del llamado mundo desarrollado han decretado una verdadera cacería humana en nombre de la «decencia» y los «valores de Occidente». Hay 8 millones de los nuestros entre ellos. Sin dejar lugar a dudas habló al respecto Francisco en su catequesis del 28 de agosto pasado:
«…hay quienes trabajan sistemáticamente y con todos los medios posibles para repeler a los migrantes… Y esto, cuando se hace con conciencia y responsabilidad, es un pecado grave…En la época de los satélites y de los drones hay hombres, mujeres y niños migrantes que nadie debe ver…».
Francisco se marchó al amanecer del «Lunes del Ángel» que sigue al domingo de Pascua. Su partida nos emplaza ante lo que dejara bien dicho en la homilía de su primera misa crismal del 28 de marzo de 2013: «sean pastores con olor a oveja, que eso se vea». Volvió Francisco a la Casa del Padre impregnado de las angustias de este tiempo y señalándonos bien la ruta. Ruta difícil, dura y exigente, pero ante la que no hay alternativa.
A Francisco le siguen dando «hasta con el tobo» aún después de muerto. Acabo de leer al historiador italiano Loris Zanatta, en entrevista cedida a El País de Madrid, afirmando, entre otras lindezas, que «la principal herencia del pontificado de Francisco es la desvinculación del catolicismo de sus raíces europeas», calificándolo además de «pobrista». ¡Pero si la inmensidad de la grey católica está fuera de esa «Europa blanca» por la que tantos como él suspiran! Y si buscamos las raíces del cristianismo, ¡habría que empezar bien lejos de la Europa pagana y politeísta a la que llegaron los apóstoles hace 20 siglos anunciando a un mesías nacido entre judíos cuyo mensaje les debió haber parecido toda una curiosidad oriental! El relato de Pablo ante el Areópago de Atenas narrado en Hech. 17,22-34 así lo testimonia.
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Pasará tiempo antes de que se reconozca la valía del legado de Francisco, el pastor oloroso a oveja que llegó desde el lejano Sur desafiando a la Europa fanfarrona y kantianamente hipócrita con su llamado a la misericordia:
«Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano» (“Amoris Laetitia”, cap.8, num.304).
Francisco: los católicos hoy te lloramos. Presiento que muchos más allá del catolicismo, también.
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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