El olvido que no seremos, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
(Alrededor de los libros)
Terminaba de escribir un artículo sobre las relaciones entre literatura y testimonio cuando comencé a leer ese libro que escribió sobre la vida y la muerte de su padre, su hijo Héctor Abad Faciolince. Una lástima no haberlo leído antes, pensé. Lo habría incluido, sin pensar, en el artículo mencionado. Pero así son las cosas. Quizás la suerte lo ha querido. Porque en verdad ese libro merece, por su intensidad e importancia, un comentario aparte.
Un libro-homenaje a la memoria del médico Héctor Abad Gómez, asesinado en la violenta Colombia de los años 80. Pero también un retrato de un país que, perseguido por su propio pasado, aún no logra entrar en los caminos de la civilidad política. Un libro que contiene una exigencia: un llamado a no olvidar a pesar de que, tarde o temprano, aunque los nombres de los hombres no serán recordados, los tiempos que ellos vivieron no pasarán al olvido. Evitar el olvido es misión de historiadores, pero también de literatos.
Pues mientras los unos trabajan con la objetividad, los otros lo hacen con la subjetividad. A ambos los necesitamos. Y bien, el hijo del padre Héctor Abad realizó ambas faenas a la vez. La objetividad de los hechos y la subjetividad de sus actores aparecen en el libro, ligados en un abrazo mortal.
El olvido que seremos es un libro sobre el padre y el Padre.
Los niños no hacen diferencia entre el padre con p y el con P. El padre biológico es para ellos el con P, o sea el padre mítico. En la incivilidad (o salvajismo) infantil el padre es una entidad totémica. Lo más cercano a Dios. Lo dice Héctor Abad II: «Yo amaba a mi padre con un amor animal». Quiere decir, el suyo era un amor arcaico. Y el padre lo ungió como su hijo preferido.
No tenía otra alternativa por lo demás: era único hijo entre cinco hermanas. En ese ambiente tenía que establecerse una complicidad de género entre el gran y el pequeño varón. Un vínculo no solo filial sino, además, fraterno. De acuerdo al hijo, el suyo era un buen padre. Condición que le venía de un hecho objetivo —testimoniado no solo por Abad Faciolince—: ese padre era antes que nada un buen hombre, querido y respetado.
Afirma Abad Faciolince que la relación entre su padre y él no era la de Kafka (Carta al padre) o la de otros escritores que han pasado por la tiranía paterna. El suyo fue un padre bueno. Demasiado bueno, tan bueno que por momentos se convirtió en un problema para el hijo. Pues de un padre tiránico no es difícil rebelarse. Contra un padre democrático, en cambio, es más complicado. «Un papá tan perfecto puede llegar a ser insoportable, aunque todo lo que hagas le parezca bien» (o quizás por eso mismo).
De modo que el hijo solo se liberaría de la bondad de su padre cuando decidió irse a estudiar a Italia. Allí, de modo tardío, el Padre pasó a ser, al fin, su papá.
El padre de Abad Faciolince contravenía el psicoanálisis decimonónico construido sobre la base de la familia patriarcal imperante. De acuerdo a esos arquetipos, la madre proporciona el calor que retiene al hijo en su cercanía. El padre, en cambio, debía ser el guía que acompaña al hijo hacia la puerta, el que indica la salida, el que enseña a despedirse del hogar. Pero Abad Gómez era, como él decía de sí mismo, «un padre maternal». Y bien, a ese hombre bueno lo mataron a balazos. Seis tiros. Esa historia, antes y después de esa muerte nos la contará, 20 años después, Héctor Abad Faciolince en su libro El olvido que seremos.
El recuerdo del padre asesinado lo acompañará día a día. Pero no solo Abad Faciolince, todo humano, independiente de sexo o edad, vive en estado de orfandad. Caminando por la ruta del olvido que todos alguna vez seremos, requerimos de una voz interna que nos calme o nos dé bríos. Esa es la voz del padre, aunque el padre nunca haya dicho lo que dice esa voz.
El padre es la base primaria de cada ser. Y aunque ese padre no haya sido como lo recordamos, es, como diría Lacan, «su nombre», una instancia superior al interior de cada uno, un ocupante simbólico de los espacios imaginarios. El padre es el que la madre dice al hijo: «Él es tu Padre».
El padre interior, aunque no coincida en nada con el padre exterior, es el orden, es la autoridad, es el censor. Si la madre es tu amor, el padre es tu conciencia. De ahí que el vacío de padre del que cada uno es portador, debe ser llenado muchas veces con figuras sustitutivas. Donde hay vacío de padre, nos inventamos uno. Así vemos como el padre corresponde con dos ideales, tan sutilmente diferenciados por Freud: el ideal del yo, y el yo ideal. Con esa cautela debemos leer a Abad Faciolince. El padre, en determinadas ocasiones, es el mismo hijo pronunciando la voz del padre. El Padrenuestro. Ese padre muerto que continúa viviendo en cada uno.
El olvido que seremos es un libro sobre la violencia
Héctor Abad Gómez fue un hombre pacífico situado en un contorno nacional y local plagado de violencia. La Colombia de los 70 y 80 vivía —en cierto modo vive todavía— en el entrecruce de tres violencias que se determinan entre sí: la violencia de la guerrilla, la violencia del Estado (con sus escuadrones de la muerte y sus siniestros paramilitares) y la violencia delictiva, sobre todo la de los grupos narcotraficantes.
Como médico, Abad Gómez entiende la violencia como a una epidemia, una peste que destruye todo. Así llega a la conclusión de que esa violencia es sistemática, y por lo mismo no irracional. Todo lo contrario: actúa de acuerdo a lógicas racionales que hay que identificar. Por cierto, ve en la enorme desigualdad social una de las raíces que la explica. Pero más que en la pobreza, la encuentra en la desintegración social que origina la pobreza. El hecho de que en vastos sectores poblacionales la vida no tenga ningún valor, es expresión de la anomia provocada por una economía sin economía política.
Observa entonces que las instituciones llamadas a crear articulaciones sociales o no existen o han abandonado sus tareas. Antes que nada los gobiernos y los políticos. Pero también la Iglesia católica, en comparación con las de otras naciones, muy reaccionaria. Una Iglesia que recibió infiltraciones de la España franquista y que creó instituciones (escuelas, institutos, universidades) a imagen y semejanza del ideal del caudillo. Esa Iglesia que en nombre de una cruzada anticomunista se convertiría en cómplice de los sectores más reaccionarios del país. Una que, en nombre del amor cristiano, predicaba un odio sin frenos a los comunistas, entendiendo por comunistas a todas las personas con vocación social, entre ellas, el médico Abad.
Hasta tal punto llegaría el odio eclesiástico que, después del asesinato de Abad Gómez, monseñor López Trujillo intentó impedir que Abad fuese velado en ceremonia religiosa. Así, cuenta Abad Faciolince, puede ser explicada la furiosa reacción en contra de esa Iglesia originada en su propio seno. Reacción que opondría a la violencia reaccionaria de las autoridades eclesiásticas, la violencia revolucionaria representada en la figura emblemática del sacerdote guerrillero Camilo Torres.
De más está decir que los grupos inspirados y financiados desde Cuba encontraron en Colombia un campo de cultivo para expandir la locura de la revolución continental.
Pues, si bien es cierto que la violencia revolucionaria en Colombia precede a la revolución cubana, es innegable que esta última proporcionó a los revolucionarios un ideal de vida (o de muerte), un pasaporte ideológico para matar y morir. La cantidad de muertos que corren a cuenta de esa revolución que nunca fue, es enorme.
El paramilitarismo, originariamente estatal, en lucha contra la insurgencia armada, llegaría a autonomizarse del propio Estado y a fijar reglas ilegales de aniquilamiento. Ambas fuerzas reclutarían sus contingentes en los barrios pobres de las ciudades. Por un lado, el mercenarismo ideológico. Por otro, el mercenarismo paramilitar. Una hidra de dos cabezas. Naturalmente, bajo esas condiciones, un líder social como el médico Abad Guzmán, un hombre que detestaba a toda violencia, se convertiría en un problema para ambos polos. Los más asesinos, los paramilitares, decidieron eliminarlo.
El olvido que seremos es un libro político
El médico Héctor Abad era un hombre político en un espacio antipolítico. Político, en el más amplio sentido del término. Su acceso a la política nació en su era estudiantil. Su experiencia profesional lo lleva a comprender que muchas enfermedades individualizadas no eran más que la expresión de distorsiones sociales. Pronto entendió que la medicina curativa es vana si no actúa sobre el plano de la medicina preventiva. La prevención, según su punto de vista, es la base de toda curación. Y esa prevención tiene lugar fuera de los hospitales: en el agua de los pozos contaminados, en la ausencia de higiene, en el hambre de cada día. La medicina de Abad era antes que nada, medicina social.
Si bien Abad no era un extremista en política, desde el punto de vista profesional sí lo era. Así, su profesión lo lleva por el camino social y este, al ser bloqueado por fuerzas políticas, lo llevó a enfrentarse con diversos políticos de su nación. Muy pronto se encontraría sitiado entre dos fuegos. Para los exponentes de la violencia militar, no era más que un comunista. Para los de la supuestamente revolucionaria, no pasaba de ser un ingenuo pequeño burgués del que se podían servir ocasionalmente. Esas dos violencias convirtieron a Abad en un ciudadano político centrista. Pero no porque él hubiera querido situarse en el medio sino —esto es muy diferente— porque él, desde sus convicciones humanistas, sin ser un pacifista, rechazaba con fuerza todo tipo de violencia.
Cuenta su hijo que Héctor Abad acostumbraba a decir «en economía soy marxista, en religión soy cristiano y en política soy liberal». Sus enemigos se burlaban de ese aparente eclecticismo. Mas, con su autodefinición, el médico transmitía dos mensajes. En uno decía: rechazo ser objeto de cualquiera ideología. En el otro decía: en economía soy social, en religión actúo contra el mal y en política en contra los que intentan cercenar el principio de la libertad. Su centrismo político, para decirlo en breve, no estaba situado en el medio. El suyo era un centrismo radical, la posición más incómoda posible, pero, por lo mismo, la más política. En contra de todo fundamentalismo, su actuar no provenía de ningún manual ideológico.
Puede —observa su hijo— que como todo receptor del espíritu de su tiempo, se hubiera inclinado ocasionalmente más hacia la izquierda que hacia la derecha, dejándose a veces seducir por los místicos cantos de sirena de la gesta revolucionaria. Algo muy comprensible: la lucha que él libraba era contra las autoridades sanitarias, religiosas y estatales de Colombia. Y sus representantes pertenecían a una de las oligarquías más cerradas de América Latina. No obstante, nunca dejó Abad de poner el tema de los derechos humanos en el centro de su discurso, actitud testimoniada en muchos artículos que escribió.
La realidad le ha dado razón. Hoy, Colombia sigue siendo un país social y políticamente polarizado, aún después de las conversaciones que llevaron a una difícil paz. Pero, aunque a veces asoma su sucia cabeza, la guerra interna ya no hegemoniza la lucha política.
Por el contrario, lentamente emergen fuerzas políticas que no aceptan la dominación de los extremos y rechazan la violencia de un modo radical, tal como lo hizo Héctor Abad.
El olvido que seremos es un libro sobre la vida y, por eso es también, sobre la muerte
El olvido que seremos, uno de los poemas inéditos de Jorge Luis Borges, fue encontrado en el saco del cadáver de Héctor Abad. Lo cito:
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
Y que fue el rojo Adán y que es ahora
Todos los hombres y los que veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
Del principio y el término. La caja,
La obscena corrupción y la mortaja,
Los triunfos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
Al mágico sonido de su nombre;
Pienso con esperanza en aquel hombre
Que no sabrá quién fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo,
Esta meditación es un consuelo
No solo seremos el olvido. Ya lo somos, dice Borges. Y si eso es así, significa que al morir continuamos de algún modo viviendo (eso no lo dice Borges). No puede haber lo uno sin lo otro.
El poema, como las reflexiones sobre la vida pasión y muerte de su padre según Abad Faciolince, roza el tema del sentido de la vida. Nos relata, por ejemplo, que después de la muerte de su hija Marta, el médico fue perdiendo miedo a la muerte. No es que quisiera morir, lo repetía. Todo lo contrario: amaba a la vida en todas sus formas. Pero su miedo a la muerte ya no era un imperativo. De ahí que asumiera su vocación social sabiendo los peligros que corría. En otros términos, sabía que su muerte correspondía con la lógica del sistema criminal instalado en Colombia. No buscaba la inmolación ni el sacrificio. Pero aceptaba la eventualidad y el riesgo. El olvido que ya somos vivía en su vida.
Con excepción de grandes personajes históricos, genios o villanos que han cambiado la faz del mundo, todos portamos el embrión del olvido que seremos.
Unos pocos tendrán la suerte de que alguien escriba algunas palabras sobre su vida, como fue el caso del médico Héctor Abad. Quizás a otro, por algún mérito fortuito, le pondrán su nombre a una calle o a una escuela. Pero esas son solo prolongaciones del día del olvido. La mayoría de nosotros hemos nacidos para ser olvidados. Y, sin embargo, con el permiso de Jorge Luis Borges y de Héctor Abad Faciolince, pienso que el olvido definitivo no existe.
Para decirlo mejor, pienso que hay dos olvidos. Uno es el de la memoria, el otro es del tiempo. El primero es el olvido de nuestro nombre. El segundo es el olvido de lo que hicimos, un olvido sin nombre ni apellido, sin presencia y sin rostro. El primero es mantenido en los recuerdos de los que nos conocieron. El segundo, en las huellas que dejamos . Y eso es lo que quiero afirmar aquí: no hay nadie que viniendo de la nada, hasta llegar al día de su muerte, no haya seguido y dejado una huella. Puede ser un gesto heredado de antepasados milenarios, una mueca, un modo de reír o llorar transmitido a través de siglos. Puede ser un hecho casual, una palabra dicha o no dicha, lo que sea. Nadie se va de este mundo sin dejar huellas. Esas son las huellas del tiempo. Más todavía: sin esas huellas el tiempo no existiría. El tiempo está hecho por las huellas que dejamos.
Dicen que con el tiempo todo se olvida. Pero el tiempo no olvida nada. Incluso los desalmados que mandaron matar al médico Abad han cumplido un papel histórico. Gracias a la vileza cometida, Abad será recordado como lo que fue: un hombre bueno, un médico responsable, un esposo abnegado, un padre generoso, un luchador social y un mártir por la paz. Como su padre hubo muchos otros en Colombia, dice Abad Faciolince. Seguro que sí. Y en el tiempo en que vivieron, ellos dejaron sus huellas para que fueran seguidas por otros.
Esas son las huellas del olvido que no seremos.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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