El país merece una señal de paz, por Teodoro Petkoff
Los firmazos y los eventuales referendos se desarrollan en medio de una crisis, y ésta, como todas, envuelve peligros pero también oportunidades. El talento de los actores políticos debería conducir a minimizar los primeros y ensanchar el campo de las segundas. El rasgo principal de la crisis es la acentuada polarización de la sociedad, desgarrada ésta por el incansable activismo de los extremos polares, cuya espectacularidad mediática los hace ocupar toda la escena, induciendo la engañosa percepción de que sería todo el cuerpo social el que se encuentra tan brutal y profundamente dividido.
El proceso referendario debería ser oportuno para construir un ambiente de despolarización y desintoxicación de la sociedad venezolana. No es fácil, y si nos atenemos a la Ley de Murphy, existe una alta probabilidad de que resulte un fracaso intentarlo, pero tampoco es imposible alcanzar el éxito. Para ello los extremos tendrían que comenzar por entender el mal que los aqueja.
Siguiendo un estupendo análisis de Tulio Hernández (El Nacional, 16/11/2003), la polarización «produce dos fenómenos que actúan como caras anversas de la misma moneda». Una, la de la solidaridad ciega, acrítica, con el propio grupo, que se expresa, como señala Hernández, en el apotegma de «los míos siempre tienen la razón y más cuando no la tienen», y otra, el rechazo visceral y automático de todo cuanto provenga del otro lado, cristalizado en una frase igualmente apabullante: «ellos nunca tienen la razón y menos aún cuando la tienen a montones». Ambas posturas, al decir de Hernández, producen un fenómeno subsidiario que «se resume en el argumento bélico de ‘quien no está conmigo está contra mí'», que es como la tapa del frasco.
Para comprender los complejos mecanismos psicológicos y sociopolíticos que llevan a esas posturas no necesariamente se requiere pasar por la violencia y la guerra, para después sentarse a conversar sobre montañas de muertos y descubrir que todo lo que llevó a ello fue una pura locura y que con un poco de sentido común se habrían podido ahorrar los sufrimientos y la destrucción que acompañan a la violencia civil. En Venezuela todavía estamos a tiempo de impedir lo peor y eludir así los destinos que reserva la historia a la intolerancia.
Uno, cuando la polarización termina porque uno de los grupos aplasta al otro (caso Chile con Pinochet o España con Franco); otro, cuando el «empate» entre los contendores los obliga a negociar una solución (caso Nicaragua y El Salvador), pero después de años de guerra y dolor. O el de una variante de éste que es el de acuerdos de convivencia tipo Pacto de La Moncloa en España, o Pacto de Punto Fijo, o acuerdos entre oposición y gobierno en el Chile postPinochet, pero después de años de violencia y dictadura, que terminaron por afectar a todos los actores que antes estuvieron enfrentados, lo que los obligó a establecer acuerdos no excluyentes, que evitaran la reproducción del conflicto. Entre nosotros todavía no hemos cruzado la tenue línea roja.
Quizás una manera de comenzar la despolarización sería la de que los adversarios se sentaran a hablar, al más alto nivel, para decirle al país claramente que el resultado del veredicto popular será acatado, cualquiera que sea, de modo que ese acatamiento pueda ser el punto de partida de la normalización de la vida democrática del país, con las debidas concesiones de parte y parte. Si Bolívar y Morillo se entrevistaron en Trujillo en 1818, en medio de la ferocidad de la Guerra a Muerte, para regularizar la contienda, ¿será mucho pedir que Chávez y José Vicente se sienten con los representantes de la CD (Coordinadora Democrática) y discutan sobre la necesidad de acatar aunque sea las normas del Manual de Urbanidad de Carreño?