El país muerto, por Fernando Rodríguez
Me llamó y me prometió una sorpresiva visita pronto, las que no acostumbro por mi vulnerabilidad. Tenía años sin verlo, pero era un afecto de mucho tiempo, desde el colegio. Además, era una persona que tenía cosas por decir, en el remoto pasado había ocupado muy altos cargos públicos y tenía una vida universitaria muy vistosa. De un prolongado tiempo a esta parte se había desaparecido de la escena pública.
Lo vi muy bien para sus años, que eran los míos. Me contó de un reciente matrimonio, tercero o cuarto, y que estaba limitado a una actividad empresarial poco llamativa y que no parecía muy lucrativa dado su estatus. En fin, todo se ha deteriorado en el país. Cambiamos informaciones básicas sobre nuestras vidas y, se le veía apresurado en entrar en materia. Yo lo precipité: a algo debo esta inesperada y estupenda visita.
Efectivamente. Decidí compartir algo que he pensado largamente, viviendo como estoy de espectador muy atento de lo que sucede. Tuve una opción muy tentadora de irme, tú sabes de mis relaciones estrechas con Bélgica, pero preferí ver esta tragedia. Si quieres por fidelidad a esta tierra o curiosidad de sociólogo, no lo tengo claro. Se puso cómodo, se quitó el saco y el tapaboca. Aceptó el vino –no había otra cosa- y comenzó su discurso, como si tuviera un auditorio.
Durante una buena hora hizo una especie de balance de todos los males que padecía el país y sus dimensiones gigantescas. Subrayaba en especial las atinentes a los servicios y al transporte y a su irreversible desplome y a la toma del territorio por fuerzas delictivas o guerrilleras o simplemente extranjeras. Creo que en algunos casos y sobre todo parecía algo exagerada su sumatoria de males, aunque sustancialmente válida.
Una vez terminada, le dije que sí que lo acompañaba en su versión, aunque dudaba de algunas cosas sobre las que no tenía pruebas o me parecían exageradas. Pero lo importante era lo que se podía concluir de esa suma terrible de males terribles.
Exactamente me dijo. Las premisas de la cuestión es lo que, detalles más, detalles menos, todos los seres conscientes manejamos. Mi idea es una convicción mía, muy mascullada y meditada, muy silenciosa hasta ahora que he decidido contársela a unos cuantos en cuyo buen seso confío. Se le agradece, compañero.
Bueno la conclusión última es muy simple: este país se murió. No hay manera de revivirlo, cambie o no cambie el estatus quo político, la ayuda exterior, o lo que tú quieras. Y lo que hay que pensar es qué podemos hacer con sus restos. Supongo que en esto no me acompañas, pero es lo que importa debatir, si a bien tienes.
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Controvertimos un buen rato sobre países fallidos. Sobre los cambios habidos en el siglo pasado en la Europa del Este. Sobre la Unión Soviética. El impero austro-húngaro, las junturas y separaciones de países africanos en el pasado, los actuales conflictos que han cortado en mitades o segmentos a tantas naciones de ese continente. Libia. Ucrania. Etc. Yo me negaba a su conclusión y me acercaba más a las dictaduras tradicionales de América latina, a veces con verdaderas guerras civiles, a las inconmensurables dificultades de las futuras generaciones en poner a andar a Venezuela, etc. Hasta llegué a no desechar alguna forma de invasión exterior. Pero no, ese no era su conclusión.
El país había muerto y había que pensar cómo repartir el territorio de la mejor manera posible. No hoy ni mañana, pero en un tiempo relativamente corto. Los Andes para Colombia, Bolívar y Amazonas para Brasil que sería la gran potencia continental, quizás una especie de Puerto Rico para los gringos.
Después de un rato se produce mucho ruido comunicacional entre ambos. Se bebe un fondo blanco de una copa de vino que se sirve. Me hace un afectuoso saludo distanciado y me dice, no te preocupes, no he logrado convencer a nadie todavía. A lo mejor podemos volver hablar en algún tiempo.
Saliendo me dice: lo peor es que ni tú ni yo veremos el final de la película, en mi caso la comprobación de mi tesis.
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