El Papa rojo, por Fernando Rodríguez

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Hace unas semanas yo apunté mi admiración por Francisco I y mi aspiración a que recobrara la salud. Ahora he seguido las muy contradictorias opiniones sobre su obra, al margen de los protocolos y las solemnidades mundiales. Muchas veces, por su espíritu progresista, recibió elogios pero también agravios. Desde la solicitud de renuncia de un poderoso arzobispo, sacerdotes que rezaban cínicamente porque partiera lo más rápido posible al cielo y que el orate Milei lo llamara representante del demonio, zurdo hijo de puta, pelotudo, etc. (al parecer se arrepintió, lo visitó y va a asistir al entierro).
En síntesis las extremas derechas de todos los colores lo detestaron, tanto como exaltaron a su antecesor – nos saltamos al renunciante muy sabio y medroso Ratzinger– Juan Pablo II de espíritu conservador que, entre otras cosas, encubrió durante décadas la pedofilia que crecía impune en grandes cantidades en el mundo clerical, o que se negara a muchas de las aperturas sociales y políticas del Concilio Vaticano II de Juan XXIII, lo que no impidió que fuese consagrado santo a una velocidad inédita.
En cuanto al terrible drama de la pedofilia no hay que ignorar los enormes esfuerzos de Francisco por develar, castigar y atemperar una de los más terribles males de la historia de iglesia católica; fue una de sus grandes victorias, a pesar de que no pueda darse por terminada esa insólita falta a los cielos de sus custodios más investidos.
Hay también los insatisfechos progresistas que lamentan que algunos pronunciamientos de Francisco, fuesen simplemente retóricos y al fin y al cabo la iglesia no cambió cualitativamente respecto a la que recibió. Por ejemplo en el campo de la libertad sexual o el lugar de la mujer en el mundo eclesiástico. Lo cual es seguramente cierto en buena medida, pero nadie negará que fueron incursiones no exentas de novedad y valor. Tal su pronunciamiento sobre los homosexuales que si bien no los integró cabalmente a la Iglesia los enalteció humanamente.
La iglesia cualitativamente sigue siendo la misma, es la conclusión de esos críticos a la izquierda. Yo, ateo, la cambiaría por la iglesia seguirá siendo siempre la misma, ésta y todas las otras son esencialmente aparatos de dominación social y política que solo pueden aliviar sus férreas ataduras sociales. Y en tal sentido creo que Francisco lo ha hecho lo mejor posible.
Hay un artículo de El País de Teresa Ribera, vicepresidenta de la Comisión Europea, «Por las cosas que importan», que me parece acertado en su brevedad. Francisco ha sido de una enorme importancia en tres asuntos terrenales vitales y harto problemáticos de los tiempos que corren: para empezar su lucha incesante por la salud del planeta, «la casa común», incluso antes del decisivo instrumento que es el Tratado de París para salvar, si es posible, ese 1,5 de ascenso en el clima global. También su incesante defensa de los migrantes, millones en esta hora, sometidos hoy a monstruosas políticas represivas de las grandes potencias, Estados Unidos a la cabeza. No es extraño que Trump lo haya enfrentado en el pasado, ni que haya decidido, tramposo esencial, también participar en el entierro. Y tercero combatir la desigualdad creciente con que el neoliberalismo divide a los hombres en opulentos y míseros, para disgusto de todos los opulentos. Por algo se insiste tanto en llamarlo el papa de los pobres. Es realmente lo que lo hace grande. Lo demás que lo enfrente la teología.
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Termino señalando que en Venezuela han habido en este siglo XXI dos actitudes indignas ante su gestión de los asuntos celestiales. Las blasfemias de los tiranos cuando pensaban, con oscilaciones, que el Vaticano debía ser un enemigo de los revolucionarios de opereta. Y la de la paranoia de la oposición que pretendían que el Papa viniese al país a darse pescozones con Diosdado o Maduro y no consideraron la digna posición de la iglesia católica venezolana en estos años nefastos, que es seguro que contó con su anuencia y conducción.
Ojalá y el humo blanco de esta ocasión sirva para seguir adelante en el camino que Francisco I emprendió, para limitar los sufrimientos que en tantos puede infringir una dogmática descabellada.
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