El Parlamento de las aves, por Carolina Gómez-Ávila
Después de esto quiero elegir libremente;
esto es todo y lo único que he de decir,
no me sacarás otra cosa, aunque me hagas morir.
Geoffrey Chaucer
A finales del medioevo, el londinense Geoffrey Chaucer —el mismo de Los cuentos de Canterbury, de los que se hablaría menos si no fuera por la película de Pasolini— escribió The Parliament of Fowls, que en español conocemos como El Parlamento de las aves.
Y aunque los ingleses creen que este poema dio pie a la tradición según la cual, por siglos el Día de San Valentín celebró el amor entre amantes de sexos opuestos, me parece más interesante darle una mirada política.
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Según una versión —¡y la Historia está llena de versiones!— Chaucer escribió este poema para el rey Ricardo II cuando tramitaba su matrimonio con Ana de Luxemburgo, en 1380. Según otra, podría haber tenido que ver con el hecho de que en 1386 el propio Chaucer se convirtiera en miembro del Parlamento, en representación del condado de Kent.
El Parlamento de las aves trascendió como una reflexión humorísticamente filosófica del amor, pero a mí me lo parece más de la política. Todo comienza cuando el narrador se duerme leyendo El sueño de Escipión, de Cicerón, y en la fantasía viaja a la entrada de un jardín que promete felicidad, dolor y tristeza por igual a los amantes.
El jardín adornado de personificaciones deseables —placer, belleza, juventud, alegría, adulación— da entrada a un grandioso templo erigido en una colina de arena y flanqueado por la Dama de la Paz y la Dama de la Paciencia. Adentro conviven los dioses de los celos, la riqueza, el vino y la alimentación y se cuentan historias de amantes infelices.
La Dama de la Naturaleza, que preside una asamblea extraordinaria de pájaros deseosos de elegir a sus parejas, decreta que el águila de mayor rango tenga la primera opción y esa se antoja de una que ya tenía pretendientes. El debate se centra en quién la ha amado más profundamente y por más tiempo, pero el resto de las aves, cansadas y aburridas, querían proseguir para escoger a las suyas, así que deciden que cada grupo debe nombrar a un portavoz para responder al llamado “alegato maldito”, organizándose entonces, por separado, las de rapiña, las acuáticas, las que se alimentan de semillas, las que lo hacen con gusanos…
En nombre de las acuáticas, el vocero es el ganso:
“Ahora tengan todos cuidado
y escuchen la razón que voy a dar;
mi entendimiento es agudo y no amo la dilación;
¡le digo y le aconsejo, aunque él sea mi hermano,
a menos que ella lo ame, que él ame a otra!”
El tórtolo —¿cómo podría callar el tórtolo?— riposta:
“Aunque su señora fuera siempre extraña,
que él la sirva siempre, hasta que muera;
en verdad no aprecio el consejo del ganso;
porque, aunque ella muriera, yo no querría otra compañera,
quiero ser de ella hasta que la muerte me lleve”.
Interrumpe el pato:
“¡Buen chiste!” dijo el pato, “¡por mi sombrero!
Que los hombres amen siempre, sin causa,
¿quién puede hallar razón o cordura en ello?
¿Acaso baila con alegría el que está triste?
¿Quién atendería lo que es indiferente?
¡Sí, cuac!” siguió diciendo el pato muy bien y con franqueza,
“¡Hay más estrellas, sabe Dios, que parejas!”
Las aves que se alimentan de gusanos exigen continuar para poder elegir a sus compañeras de vida en paz y proponen que las águilas discutan cuanto quieran y se queden solteras toda su vida si no pueden llegar a una decisión. Naturaleza interviene:
“Ahora silencio”, dijo la Naturaleza, “yo mando aquí;
he oído todas vuestras opiniones
y en realidad aún no hemos llegado a ninguna parte;
pero esta es mi conclusión finalmente,
que ella misma haga la elección
de quien quiera, le guste o no a quien sea;
aquel que ella elija la tendrá de inmediato.
Porque ya que no puede discutirse aquí
quién la ama mejor, según dijo el halcón,
así pues, quiero hacerle este favor, que ella
tome precisamente a aquel en quien ha puesto su corazón,
y él a aquella a la que su corazón está atado;
esto juzgo yo, la Naturaleza, pues no puedo mentir;
no tengo en vista ningún otro modo”.
El clímax de esta historia está en la boca de la que decide; ¡y la que decide es la misma cuyo futuro está en juego, la misma que es usada como víctima propiciatoria!:
Con voz temerosa le contestó el águila hembra,
“justa señora mía, diosa Naturaleza,
es verdad que estoy siempre bajo tu vara,
como están todas las otras criaturas,
y debo ser tuya mientras dure mi vida;
por lo tanto, concede mi primera petición
y te diré enseguida cuál es mi deseo”.
“Te lo concedo”, dijo ella, y al momento
el águila hembra habló de esta manera,
“reina omnipotente, este año entero
pido como plazo para aconsejarme.
Después de esto quiero elegir libremente;
esto es todo y lo único que he de decir,
no me sacarás otra cosa, aunque me hagas morir”.
Así terminó el debate y los pájaros cerraron la reunión entonando una canción para agradecer a San Valentín por el fin de sus largas noches oscuras… Sorprendente, porque esas seguirán al menos por otro año más.
Hora de contarles que llegué a este poema de la mano de Clives Staples Lewis, que lo inspiró más de una vez. Lo hice por una frase de Lewis que, aunque es célebre en política, es parte de su ensayo La alegoría del amor, donde critica la poesía de Chaucer, pero nos da una monumental clase de parlamentarismo: “como algunos políticos sostienen, la única forma de hacer que un revolucionario esté a salvo es darle una curul en el Parlamento. El pato y el ganso tienen sus escaños en el Parlamento de Chaucer por la misma razón”.