El plato de lentejas, por Carolina Gómez-Ávila
Twitter: @cgomezavila
Una brecha crece entre los venezolanos que vivimos en Venezuela y los que han emigrado. Era inevitable y creo que no es prudente que se pretenda obviar, disimular o negar. A fin de cuentas, es lógico que los intereses y las inquietudes de cada grupo empiecen a diferir en la medida en que se separan sus realidades, aunque hay excepciones de claridad conmovedora.
Para muchos es muy difícil entender que el hecho de que hayan dejado familiares aquí no mejora su comprensión del problema, sino que aumenta su dolor sobre el problema. He acompañado a algunos a descubrir que sus conversaciones familiares están plagadas de mentiras que se justifican con el desconsuelo de la separación y la incertidumbre sobre el fin de la separación. Miente el que está afuera, para no preocupar; miente el que está adentro, para no preocupar.
Que la fantasía más pública entre los venezolanos de la diáspora sea que, a la caída de la dictadura, lo primero que harán es venir a las playas que frecuentaban en tiempos mejores, dice mucho de sus prioridades.
El asunto es que, convencidos de que hacen lo correcto y de buena fe, muchos intentan imponer, desde afuera, sus visiones de país, sin conciencia de que pueden estar desvinculadas de las visiones de quienes estamos adentro y de que es natural que nos rebelemos a las que sintamos que las contrarían.
Parte de esa pretensión de imposición está fundamentada en la creencia de que nuestros mejores profesionales emigraron y, por lo tanto, son ellos quienes deben decidir desde donde estén. Una idea engañosa que nos llevaría a dar por suficientes un montón de recomendaciones que no sabemos a cuáles intereses obedecen. Casi nadie contempla que la mayoría de esos profesionales ya tiene otra nacionalidad y prefieren creer que, como nacieron venezolanos, esa lealtad estará por encima de los deberes ciudadanos que adquirieron con sus países de acogida, cuando lo que corresponde es desearles que cumplan con aquellos mejor de lo que lo hicieron aquí, de ser posible.
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Otros, resignándose a que no volverán, apoyarán a quien lidere algún rebote económico que les permita vender, sin tanta pérdida, alguna propiedad pendiente. La aspiración de democracia no es el ángulo desde el que opinan políticamente quienes se sienten abrumados por su estabilidad financiera en un país extraño.
Eso también pasa entre los que vivimos aquí. Los más, son antipolíticos. Se repiten «si no trabajo no como y a mí no me interesan los pleitos por el poder», de modo que asumen que no serán perseguidos y están dispuestos a seguir viviendo en dictadura si los dejan producir. No se han dado cuenta de que no hay un centavo que puedan poner a salvo sin orden constitucional y se van tras las cúpulas empresariales que negocian su supervivencia a corto plazo.
La supervivencia a corto plazo también es una aspiración respetable, dirá quien abra su nevera y vea que estará vacía antes de su próximo ingreso y, acto seguido, exhibe su desprecio por los políticos que reduce a incompetentes porque no han logrado llenársela. Estos son los clientes, los que siempre se relacionaron con la política desde la pregunta «¿qué me vas a dar?».
Para ellos sobran inescrupulosos que, en vez de responder «te daré oportunidades para progresar» —una idea abstracta que debe ser presentada con inteligencia— ofrecen un tanque de agua, una vivienda, un carro y un bono para que no tengan que trabajar.
De ese populismo está hecha nuestra tragedia. Una tragedia de la que el pueblo no se considera corresponsable, siéndolo, y de la que exige que lo saquen sin que le dejen de dar, porque asume que ese es su derecho y no el precio al que vendió su libertad.
Este es un problema político del que nadie habla, porque entre los venezolanos de adentro y los de afuera, no habrá un Esaú o un Jacob, pero siempre hay un plato de lentejas.
Carolina Gómez-Ávila tiene más de 30 años de experiencia en radio, televisión y medios escritos y escribe sus puntos de vista como una ciudadana común.
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