“El poder y la gloria”, por Gustavo J. Villasmil Prieto

«Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor»
(Misal Romano, Rito de la Comunión, Doxología del Padre Nuestro)
La elección de Robert Prevost al trono petrino ha traído consuelo y renovado los ánimos en la Iglesia Católica tras el duro golpe que significó la muerte de Francisco. La vieja barca de Pedro al mando del ahora papa León XIV se prepara para salir a echar sus redes en las agitadas aguas de un mundo que, habiéndole dado un día la espalda a Dios, hoy lo busca por los rincones en medio de las acuciantes tragedias humanas que perfilan el drama epocal que vivimos.
No oculto mi complacencia por la elección del cónclave. Hijo de la espiritualidad agustina, con media vida dejada en el Chiclayo y que, además, ha tomado como nombre el del gran papa autor de la histórica «Rerum Novarum», de seguro que León XIV ha de tener muy clara la ruta a transitar en estos, los tiempos de la «gran tribulación» anunciada por la Santísima Virgen en Cova de Iria por estos días hace más de 100 años. No obstante, tengo perfecta conciencia de que muchos de mis hermanos en la fe seguramente esperaban una elección muy distinta.
Pero no se trataba aquí de confrontar las preferencias persónales o grupales de nadie. Nada más absurda que la narrativa «vaticanológica» de estos días según la cual, al «partido» de los conservadores había que forzosamente oponerle el de los «progres» y al de los «periféricos», el de los «italianos». El carácter católico de la Iglesia no deja espacio para apuestas y cálculos de ese tipo, más propios de una teleserie que de la compleja realidad que necesariamente le confiere su carácter universal.
«Id por el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mt 16,15). Así lo mandó el Señor. La verdad evangélica es firme, sea que se predique desde el púlpito la más noble catedral gótica de Europa que desde la más humilde capilla de techo de zinc de un barrio pobre de Caracas. La presencia material del Señor entre nosotros es cierta, ya sea que le reservemos en el sagrario de San Pedro, en Roma, o en el de la Parroquia Universitaria. Donde el Señor esté, allí estará siempre congregada su Iglesia.
Entiende uno que tan grande verdad no sea evidente a quienes creen que el poder y la gloria residen en un «spa» de Mar-A-Lago y esperaban ver escenificada en la venerable Capilla Sixtina una operación de «brain hunting» a la manera de esas que busca reclutar a un gerente o director corporativo.
No, la iglesia no buscaba ni un CEO ni un «commander in chief»: buscaba un pastor y lo ha hallado. Y para los creyentes, ha sido el Espíritu Santo y no el criterio de 133 hombres el que inspiró la elección de este estadounidense de Chicago que un día, en plena juventud, decidió irse de misionero al lejano Perú.
Aunque son de agradecer los no pocos atributos del nuevo pontífice –filósofo, teólogo, matemático– no son ellos los que le habrán de sostener ante el formidable desafío que supone conducir los destinos de la Iglesia. Los líderes occidentales se jactan diciendo que el poder que ejercen es surgido de las urnas. Cierto. Los no occidentales – recordemos a Mao Ze Dong– no se han andado por las ramas y reconocen sin sonrojo que el de ellos surge de los fusiles. Pero el poder de un ministro del Altar emana de una fuente muy distinta: la gracia del Dios. No han faltado en estos últimos días quienes hayan recitado al dedillo los muchos escándalos y hasta crímenes que históricamente han asolado a la Iglesia, desde la Inquisición y la adhesión de muchos de sus hijos a las fuerzas más oscuras de la anti modernidad hasta los recientes casos de delitos financieros – el famoso Banco Ambrosiano– y, sobre todo, los de pederastia.
Católicos fueron Torquemada, los macabros curas asesinos de indios del Canadá, el muy bellaco arzobispo Marcinkus que protagonizara el desfalco del IOR hace 40 años y el siniestro obispo austriaco Alois Hudal, cuyos oficios hicieron posible el escape a Sudamérica de líderes nazis a través de la llamada «ruta de las ratas». Como católicos fueron también el gran Bartolomé de las Casas protector de los indios, San José de Calasanz, cuyas «escuelas pías» desafiaron a un mundo feudoaristocrático en el que para el pobre no había escuela, Maximiliano María Kolbe, el cura polaco muerto en Auschwitz como apóstol de la «caridad radical», Damián de Molokai, el misionero belga que vivió hasta su muerte entre los leprosos de Hawaii y los 11.500 fieles asesinados a degüello en Nigeria por Boko Haram solo hasta 2014. Testimonios todos de fe y de sacrificio de los que poco se habla en medio de la hipocresía mediática de estos tiempos.
La ejemplaridad de los santos no emana tanto de su temple y carácter personales como de la gracia de Dios que se expresa a través de ellos. Gracia que les hiciera capaces de superar temores, debilidades y miserias para empinarse como lo que fueron: heroicos ejemplos de vida cristiana. El poder que pueda asistir al cristiano en una circunstancia determinada y la gloria que de ello surja no le pertenecen a él tanto como al Señor, que es quien le otorga la gracia para ello.
El conmovedor relato del novelista inglés católico Graham Greene enmarcado en la terrible Guerra Cristera de 1929 en México, plasma hermosamente tan clamorosa verdad: las manos de aquel deleznable cura bribón y bebedor – el «whiskey priest» de «El poder y la gloria» de 1940- que habían pecado de todos los modos posibles, eran, pese a ello, las únicas ungidas para administrar los sacramentos. Fue así como, empinándose ante su propia degradación como clérigo y como hombre, aquel cuestionado sacerdote ahora condenado a muerte fue capaz de realizar un último acto piadoso antes de su ejecución impartiendo los sacramentos a otro condenado. La gracia del Dios a veces obra así y se sirve incluso, hasta del peor de los hombres en un momento dado.
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«Yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia», dijo el Señor (Mt 16,18). Su sucesor, León XIV, es ahora esa roca. Alguien ha dicho acertadamente que Robert Prevost no ha recibido ni un ascenso ni un título, sino una cruz. De la gracia de Dios habrán de emanar las fuerzas necesarias para llevarla. Oremos por él. Que en estos tiempos de tribulación dicha gracia le sea abundante.
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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