El problema de las analogías simplificadas, por Federico Finchelstein
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En Estados Unidos y Europa se están dando nuevas formas de desinformación sobre la historia del fascismo, y no solo vienen de Rusia. Para clarificar, la principal y más ominosa distorsión del fascismo llegó a su momento más álgido con la invasión rusa de Ucrania y, sin embargo, sí vino de Rusia. La idea esgrimida por Vladímir Putin para justificar su guerra injustificable a partir del legado antifascista no puede estar más alejada de la verdad sobre el pasado y su relación con nuestro presente.
No hay nada de nazi o genocida en el gobierno de Ucrania cuyo presidente es judío. Tampoco nada hay de antinazi en el gobierno de Putin. Este es un dictador y la discusión histórica debería comenzar con el tipo de dictadura que impone en Rusia y que también quiere imponer en Ucrania.
Si el nazismo no sirve para describir a Ucrania, ¿se puede acusar de nazi a Putin?
Hacen fila para hablar de Putin como el nuevo Hitler, de su régimen como un nuevo totalitarismo y de su terrible invasión de Ucrania como una continuación del Holocausto. Sobran los casos conocidos, pero vale citar el más reciente y paradigmático de Michael McFaul, exembajador de Estados Unidos en Moscú. McFaul es uno de los opinadores más influyentes de Estados Unidos y en una reciente entrevista afirmó que «una diferencia entre Putin y Hitler es que Hitler no mató a personas de etnia alemana, personas de habla alemana».
Este tipo de comentario desbocado en el cual el exdiplomático acepta problemáticamente la distinción nazi entre arios y no arios ignora el hecho histórico de que los judíos alemanes de habla alemana eran en efecto alemanes. En su afán por criticar a Putin, McFaul sostuvo que en la categoría «genocidio» Putin es peor que Hitler.
Como se esperaba del gigantesco furcio, McFaul fue ampliamente criticado y se disculpó diciendo: «Nunca volveré a hacer comparaciones con Hitler… Sin analogías históricas, mantendré mi análisis y mis comentarios centrados en el mal presente: Putin». Todo o nada. Si no puede hablar de Hitler como sinónimo de Putin, ¿debemos olvidarnos del pasado para pensar mejor el presente? Este es un claro ejemplo, y las similitudes sobran con otros opinadores de que la desinformación histórica no nos lleva a nada.
En Latinoamérica, y también en Europa, muchas veces se confunde la historia anticolonial o antimperialista con una clara campaña nacionalista de agresión rusa. En el caso de Nicaragua, Cuba o Venezuela, son dictaduras que pueden tener una simpatía de tipo ideológico con la autocracia de Putin y en estos casos el interés por la historia es desplazado por un voluntarismo ideológico que simplifica la realidad a la medida de sus líderes.
Lo mismo se puede decir de la mirada de Cristina Kirchner en Argentina o de Evo Morales en Bolivia. El resultado de esas posturas es, a su vez, la desinformación sobre el pasado, aunque nadie serio parece tomarlos en serio fuera de sus séquitos. También personajes como el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, aceptan la propaganda de Putin y luego la vinculan a sus propias fantasías autoritarias sobre el futuro del mundo. Al igual que Donald Trump, la razón de ser de sus mitologías históricas es estar al servicio de su causa y, por lo tanto, el desinterés por el pasado real es absoluto.
El fanatismo autocrático no forma parte de los debates, en especial en el norte global, entre muchos de aquellos que, razonablemente, se oponen a la guerra de Rusia. Y, sin embargo, sin muchas razones históricas, muchos de estos críticos de Putin arguyen que Ucrania es perseguida como lo fueron los judíos europeos y enfatizan la ecuación Hitler-Putin. Poco hablan de su relación con el pasado ruso, en general, y de Stalin, en particular.
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Aquí y allá, estos debates no son necesariamente formas de propaganda al estilo de Putin, pero no dejan de distorsionar o malentender la historia, y su resultado es, además, fomentar la falta de información sobre el pasado.
Las simplificaciones están aumentando a un ritmo rápido. Como historiadores, una de nuestras tareas es insistir en que el pasado presenta continuidades, pero también cortes con el presente. En principio, la historia no puede satisfacer la demanda actual de explicaciones simples. En este contexto las explicaciones históricas son reemplazadas por argumentos simples y banales. La simplicidad brinda lo que se espera de ella: explicaciones efímeras que nadie tomará en serio en el futuro cercano.
¿Podemos hablar del presente sin exageraciones y simplificaciones históricas? ¿Podemos dejar de minimizar el Holocausto frente a la guerra de Putin contra Ucrania? El Holocausto no fue una guerra entre dos países, sino un ataque racista de un Estado fascista a ciudadanos particulares de un grupo étnico particular.
A veces, el Holocausto representó ―en las historias de la extrema derecha, el fascismo y el neofascismo― una inspiración para los asesinos. Este fue el caso, por ejemplo, de la dictadura argentina, cuyos asesinos prometieron muchas veces continuar con las matanzas del nazismo. Para los historiadores, el Holocausto puede analizarse frente a otros asesinatos, pero el problema es cuando los que no son historiadores fusionan diferentes historias sin explicar continuidades y rupturas en la historia. En estos casos, la analogía oscurece el pasado y el presente.
La analogía sin contexto termina incluso insultando la memoria de las víctimas y engañando al público. Rusia puede darse el lujo de perder esta guerra; el que no puede perderla es Putin y ahí se nota esa disonancia entre los intereses de Rusia, que se ven perjudicados por esta guerra, y los de Putin solamente expresados a través de la propaganda fanática.
El dictador ruso es un típico ejemplo del autócrata que piensa más en sí mismo que en su país, ya que las consecuencias de sus acciones son claramente perjudiciales para su gente. Pero esto no implica que se le pueda considerar un nazi. Para ponerlo en términos argentinos, Putin es más semejante a un Galtieri (el dictador que comenzó la guerra contra el Reino Unidos en 1982) que a Hitler.
La guerra actual contra Ucrania es más convencional (en términos de historia europea y de otras) y como historiador del fascismo en el pasado no estoy convencido de que haya llegado al punto de ser genocida o totalitaria. Tampoco creo que Putin sea fascista. Hasta ahora, no veo en él elementos centrales del fascismo como la movilización de masas organizadas, también en términos paramilitares, la glorificación de la violencia o las políticas de la xenofobia y el racismo. No obstante, sí veo otros elementos como cierta militarización de la política y la sociedad, la propaganda totalitaria y la dictadura. Sin embargo, esto no implica que su guerra no siga siendo horrible y sin justificación.
El problema no es que se hagan analogías, sino que estas estén históricamente desinformadas.
Federico Finchelstein es profesor de Historia, del New School for Social Research (Nueva York). Fue profesor en Brown University. Doctor, por el Cornell University. Autor de varios libros sobre fascismo, populismo, dictaduras y el holocausto. Su último libro es «Brief History of Fascist Lies» (2020).
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