El pueblo en las calles Editorial Fernando Rodríguez
Lo que sucedió ayer en las avenidas y calles de Caracas, centenares de miles de ciudadanos manifestando su adhesión a la candidatura democrática y unitaria de Henrique Capriles, es de una señalada importancia. Fueron tantos miles que cuando se termine de hacer las cuentas es probable que candidato alguno haya tenido en el pasado tanto aplauso y tanto fervor al inicio de su campaña. Un domingo, pues, más para historiadores que para periodistas o cronistas.
Para empezar, esos marchistas acabaron en unas horas con meses de empeñoso afán del oficialismo truhán (y algún otro, nunca falta un poleo) por demostrar con encuestas amañadas y calificativos pulverizadores que ese majunche no llegaría ni a la esquina, hasta que habría que sustituirlo, incluso matándolo si fuese menester (Chávez dixit). Comed numeritos y adjetivos, pájaros de mal agüero, brujas y embaucadores colorados.
Porque ahora se ve en grande, lo que muchos presentíamos en ese enorme e incesante peregrinar de Capriles por el país, casa por casa, cara a cara, manos tendidas: que el candidato era un hombre valiente, con mucha fe en su tarea, con una loable y honesta labor como valija y un programa de gobierno elaborado por la mejor inteligencia venezolana.
Que, entre otras cosas, destruía a su paso las talanqueras demagógicas que el chavismo había levantado en tres lustros alrededor de las barriadas pobres, testigos de sus peores engañifas, y que juraba inexpugnables. Ya no hay alcabalas ni peajes, el país todo está en disputa. Esa primera etapa, además, hizo posible la que se inició ayer, nacional, masiva, con la que se complementa y multiplica la estrategia electoral opositora.
Y, quizás, lo mejor de todo es que los ciudadanos se reencontraron en la plaza pública, recuperaron el poder asordinado y disgregado desde hace un largo lustro y ya no volverán a la pasividad y el sigilo. Sí hay camino, y recto y claro. La Unidad logró ayer un paso adelante decisivo, irreversible. Lo que contrasta con esa otra opción sombría, secretista, golpeada por los dioses, ahogada en sus mentirosas letanías ideológicas, en su inigualable torpeza y corrupción, arrugada por los años malgastados, desgarrada en sus raíces por los ávidos herederos potenciales.
Por supuesto que la euforia y el triunfalismo no son buenos consejeros y tendremos que tener muchos ojos con trampas electorales (Miami, Podemos, encuestadoras vigiladas), armas rusas en manos irresponsables, generales furiosos y temerosos del futuro, delirios de poder irrenunciables, intoxicación de ideologías descompuestas y otra infinidad de escollos nada despreciables. Como habrá que ver la otra cara de nuestras metas alcanzadas, nuestras fragilidades e insuficiencias, muy ciertas y que mucho huellas han dejado en estos años de piedra.
Pero qué diablos. De eso hablamos otro día, ya habrá lugar y hora de hacerlo. Hay un tiempo para todo, también para la alegría.
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