El puente, por Marcial Fonseca

La emoción del viaje empezó antes de la partida; el hijo lo estaba, iba con su padre a una lejana e importante tierra para el futuro del país. El estado Bolívar se estaba convirtiendo en la acería que soportaría el desarrollo de la joven democracia en Venezuela.
Lo primero fue salir de Duaca bien temprano para llegar a la sede de la Federación Venezolana de Maestros que estaba en la avenida Venezuela en Barquisimeto. Su padre tuvo que adelantarse para explicar que su hijo lo acompañaría a la Convención. Un directivo le dijo que no era problema, solo que tenía que procurarle su comida; la habitación tenía solución ya que dormirían en la Escuela Técnica Industrial de San Félix donde tendrían literas disponibles, y había más de las necesarias.
La partida fue alrededor de las cinco de la mañana; tomaron inmediatamente la salida de los llanos por el lado de Acarigua. En el bus iban dos muchachas en su misma condición: familiares de convencionistas. El muchacho trató de mantener conversaciones con las chicas, pero sus habilidades no estaban muy desarrolladas: tan pronto se sentó al lado de una de ellas, esta se mudó a otro asiento; intentó con la otra; al sentarse, la joven se identificó dándole la mano y su nombre; esto no le gustó, muy cosmopolita para un duaqueño; prefirió buscar un puesto solitario.
En Santa María de Ipire, luego de un descanso de unos treinta minutos, el transporte no arrancó; pero como viajaban varios políticos entre los maestros, aquellos contactaron a las autoridades locales y lograron que el Concejo Municipal les consiguiera un autobús. Llegaron a la Escuela Técnica Industrial de San Félix alrededor de la medianoche. Al día siguiente, el padre se levantó tarde, fue al comedor con su hijo y hechos los bolsas los dos, se pusieron en la cola; el lugar estaba casi vacío, así que el muchacho no tuvo problemas para comer y comió sustanciosamente por si acaso para la cena no había tanta suerte.
Durante dos o tres días el evento se desarrolló sin mayores incidencias. Llegó el día de ir a una excursión al Caroní para conocer el famoso salto de La Llovizna.
Aparcaron los buses; los asistentes se esparcieron por todo el área; y luego fueron llamados para cruzar un puente que les daría acceso al sitio que daba el nombre a la cascada. Llegaron al lugar donde el torrente se convertía en millones de minúsculas gotas.
–¡Qué Niágara ni qué Niágara! –gritó un maestro.
Terminado el recorrido, empezó el regreso; el padre, y el hijo detrás, empezaron su ingreso a la pasarela que lo llevaría a tierra firme; alguien comentó que había demasiada gente en el puente, sobre todo porque muchos se detenían a contemplar el espectáculo de las pequeñísimas gotas en el aire. Se oyó un fuerte silbido de concreto que produjo una guaya volando por los aires con su base de soporte del lado de tierra firme; el padre y el hijo estaban en el lado opuesto. La algarabía del afluente, muy crecido porque era agosto, enmudeció porque cayeron en él más de 70 maestros, amigos y familiares que fueron arrastrados hacia el río Orinoco.
Lo que vino después fue un manto de silencio, y luego a esperar noticias de los rescatados vivos, pocos; y a identificar a los demás.
La convención fue suspendida. El padre y su hijo consiguieron transporte desde San Félix a El Tigre, luego a Barcelona y a Caracas; y finalmente a Barquisimeto. A todas estas, no habían logrado comunicarse con la familia.
En el trayecto Nirgua Barquisimeto, a la altura de Chivacoa, el chofer del carrito que los llevaba, con tres pasajeros más, dijo:
–Una conocida de ahí –señalando hacia el pueblo– perdió a su cuñado y a su sobrino en la tragedia de la Llovizna.
–¿La señora Lucía? –preguntó el padre.
–Sí, esa misma –dijo el conductor.
–Somos nosotros –respondí yo.
Llegamos a Duaca, y me es imposible describir la cara que puso mi madre al vernos, a mí renacer y a mi padre resucitar.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo