El sapeo, por Teodoro Petkoff

El escenario fue «Aló Presidente». Chávez recibió una llamada desde Punto Fijo, en la cual una joven estudiante del Iutirla (Instituto Universitario Tecnológico “Rodolfo Loero Arismendi” ) denunció que en esa casa de estudios un profesor se negaba a utilizar el apelativo de “bolivariana” para la República y que, además, otra profesora, frente a la opinión de la joven de que Venezuela es un país rico, insistía en que es pobre y terminó expulsándola del salón.
Lo que siguió fue bochornoso. Chávez se dedicó a exaltar la “valentía” de la estudiante y la “importancia” del acto de sapeo que acababa de realizar así como a despotricar de los profesores, a los cuales, a medida que se enardecía con sus propias palabras, terminó considerando nada menos que “subversivos”, anunciando que, entre otros funcionarios cuya intervención solicitaría, estaba el comandante de la guarnición militar, porque se trataba de un caso que comprometía la seguridad de la nación. De pronto pidió que le llamaran al ministro de Educación Superior, Héctor Navarro. Al otro lado del teléfono éste se apresuró a asegurarle, antes que nada, que lo estaba oyendo, no fuera que Chávez lo hubiera cazado en falta, y que ya sabía todo, anticipando que hoy mismo tomaría cartas en el asunto. A cada dos palabras de Chávez repetía como un babieca “sí, presidente”, “sí, presidente” y se le podía imaginar, tembloroso, haciendo una profunda genuflexión cada vez que lo decía, hasta tocar el suelo con la frente.
Terrible síntoma éste. Por un lado, una joven que se enorgullece de “sapear” ante el presidente de la república a sus profesores; por el otro, un ministro arrastrándose ante su jefe, sin una pizca de dignidad, convalidando aquel exabrupto, y por el otro, el propio Chávez, exaltando y elogiando ese acto degradante. Son las cosas que hacía el nazismo.
Uno de sus peores rasgos fue crear, mediante el premio a los delatores, las condiciones para que alumnos acusaran a profesores e hijos a padres y para que, finalmente, el miedo y el envilecimiento se enseñorearan de Alemania. No queremos comparar situaciones diferentes, pero sí llamar a la reflexión sobre este incidente nada baladí.
Un mandatario consciente habría reprendido a la joven por la bajeza que estaba cometiendo y en ningún caso habría aceptado tratar semejante nimiedad en su programa, remitiéndola a su instancia más inmediata –si es que todo eso no fue una farsa grotesca, montada deliberadamente para que Chávez expusiera sus novísimos criterios pedagógicos y represivos. El presidente hizo lo contrario.
Alabó a una adolescente que cometía una indignidad, inaugurando con eso la “sección del sapeo” en su programa y abriendo espacio para futuros delatores; amenazó con medidas represivas a los profesores –para las cuales cuenta, desde luego, con obsecuentes ejecutores–, y nos dijo, en definitiva, que pretende un país donde sea “subversivo” opinar contra la “revolución”. Chávez quiere implantar el miedo. Que los vecinos se teman entre sí, que los maestros teman a sus alumnos y éstos a sus maestros, que los padres teman a sus hijos. No lo va a lograr porque, para empezar, habría que tenerle miedo a él. Y en este país, aparte de sus ministros y alguno que otro militar, nadie le tiene miedo a Chávez.