El sicario culto, por Marcial Fonseca

A veces se preguntaba si su modus vivendi era el adecuado. La verdad es que cavilaba un poco y finalmente se contestaba que sí. Para los que trabajaba, la muerte significaba alguien malo menos en la tierra; y así daba por concluido el tema; y seguía con su conciencia tranquila.
Cuando se ponía en esta onda, le venía a la mente cómo empezó todo. Y en verdad que fue de lo más sencillo y bucólico y necesario. Su abuela, cuando él tendría unos diez años, se quejaba de que el perro del vecino constantemente carrereaba sus gallinas; no las mataba, pero hacía que ellas pusiesen, o, mejor dicho, soltaran sus posturas y, por ende, había más tortillas en el suelo que en la mesa. El nieto se dijo a sí mismo que eso tenía que terminar; para ello creó, con un garrote y dos trozos de guaral, un garrote vil. Tamacún, el perro, se lo tomó como si el muchacho estuviera jugando con él. A partir de ahí no volvió a molestar a la abuela ni a las ponedoras ni a nadie más. Estos incidentes le traían muecas ingenuas, pero orgullosas y placenteras.
Ya en sus veinticinco años sabía que tenía la vida asegurada. Ahora se movía en el alto mundo financiero; y a veces, por ejemplo, la solución final era convencer a un simple cristiano para que no adiera su parte en las propiedades del abuelo. O tan simple como desvanecer a una futura esposa para evitar que la herencia tuviera un nuevo beneficiario.
Ya había conocido a los nuevos jefes; y estaba contento porque estos daban las órdenes por escrito; bueno para él, era muy meticuloso en sus cosas. Con la nueva administración ya había despachado a siete; a cuatro de estos los mantuvo bajo poco perfil durante unos meses; labor fastidiosa por lo complejo de la logística. Y cuando se presentaba el síndrome de Estocolmo, acostumbraba a obsequiar ejemplares de las novelas ganadoras del premio Planeta o las del Seix Barral a sus víctimas.
Una mañana recibió un sobre azul; este color significaba desaparecer a alguien, no físicamente, solo ocultarlo temporalmente de la luz del día. Leyó las instrucciones, las releyó e igual así, no le vio sentido. El color azul estaba bien, no habría sangre; pero algo estaba mal en la orden; que por cierto era manuscrita; no lo acostumbrado: pero de cuando en vez sucedía, quizás no había nadie cerca para que la tipeara cuando se tomó la decisión. De todas maneras, decidió consultar el diccionario; y él tenía razón, había letras furtivas, estudió el mensaje, se imaginó cuáles y las eliminó. Y fue así, el verbo escrito en la orden recibida era intersectar que el creyó que estaba relacionada con intersección, luego dedujo más bien que debía ser intersecarse; esto es cuando dos cosas o dos entes se cortan entre sí; felizmente siguió fatigando las pesadas páginas del Larousse y concluyó que debía ser interceptar. Por ello en la esquela había un nombre escrito, e hizo lo que se esperaba de él, interceptó al nombrado y lo mantuvo como su propiedad hasta que le dieran la orden de liberarlo o de matarlo; que fue lo primero, después de sesenta meses.
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Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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